Explorar las calles, la plaza, la ciudad entera con su ruidoso enjambre de motos, con sus micros sin ventanas para combatir inútilmente el calor, con su mercado atiborrado de frutas, carnes, pescados y hierbas exóticas, con sus panoramas fluviales que se proyectan hasta el horizonte, con su corazón antiguo que aún conserva algunas construcciones de una época de bonanzas efímeras, de fortunas dilapidadas.
Explorar la selva: la natural y la urbana. Explorar una reserva con aguas que son un espejo. Explorar una ciudad calurosa, vibrante, también sabrosa. Explorar el verdor y la biodiversidad de Pacaya Samiria y los cauces cambiantes y caprichosos del Itaya, del Marañón, del Ucayali o del colosal Amazonas. Explorar el palpitar y los guiños citadinos de Iquitos, con su malecón Tarapacá, con su Casa de Fierro, con su antiguo hotel Palace.
Las dos caras de un mismo destino. Cara o sello. Caminar y navegar. Aventuras silvestres. Flora y fauna que se esconde, que se descubre, que se presiente. Trochas de barro entre árboles estranguladores y ejércitos de hormigas. Pasos cautelosos. Orden de detenerse y de guardar silencio mientras una pandilla de monos salta, chilla, rompe las ramas y arma alboroto.
En ese instante se susurran los ‘son hermosos’ y los ‘qué bonitos’ para no espantar a los traviesos ni interrumpir ese espectáculo inesperado, uno de los muchos en esta travesía que se viste de sorpresa al avistar un caimán bañándose de sol, que se convierte en ‘sálvese quien pueda’ cuando cae un diluvio, que se transforma en aprendizaje y encuentro intercultural al visitar una comunidad nativa.
Experiencias que se comentan en la noche estrellada, que se comparten en la quietud de un albergue o en la cubierta de un barco. Descansar, desconectarse del mundo. Aquí no hay la estridencia cotidiana. Solo relajo y sueño arrullado por las infinitas voces del bosque.
Cara o sello. La modorra del mediodía en la ciudad atormentada por los grados centígrados. Escapar, enrumbar hacia Quistococha. Una laguna. Un balneario. Un rosario de puestos de comida. Almuerzo selvático. Juanes, tacacho y cecina, peces de río, carne de monte. Suris también, suaves, vivitos y coleando. Prueba gastronómica, reto viajero. ¿Quién se anima a morder ese gusano rechoncho del árbol del aguaje?
Partir hacia las comunidades nativas de los boras y los yaguas, o al Centro de Rescate Amazónico, donde se protege a las vacas marinas o manatíes, entre otras especies en peligro de extinción.
Se oculta el sol. Se encienden las luces. La noche se proyecta festiva, seductora e insomne. Salir, deambular, ir al bar o a la discoteca. Brindar con tragos de nombres procaces, con explosivas combinaciones de aguardiente, cortezas, frutos y raíces. Nuevos amigos y acordes de cumbia. Conocer ambas caras. Llegar a Iquitos. Volando desde Lima, zarpando de Pucallpa (Ucayali) o Yurimaguas.
Quedarse en la ciudad. Postergar la partida hacia la Reserva Nacional Pacaya Samiria, con sus más de dos millones de hectáreas, con sus 1,025 especies de vertebrados y 965 especies de plantas silvestres, con sus lobos de río, sus maquisapas frente amarilla, con sus monos choros, sus jaguares y pumas.
Animales del bosque tropical húmedo cuya presencia revela la pureza del ambiente. Selva limpia, sana, protegida por los Yacu Taita (Padre del Agua) de la comunidad Manco Cápac. Ellos son los defensores de la cuenca Yanayacu-Pucate desde 1994, los salvadores de las taricayas y paiches de la cocha El Dorado, iniciadores de una apuesta por la conservación que se propagó a otros sectores de la reserva.
Pero no hay prisa. No se trata de llegar y partir de San Pablo de los Napeanos. Así fue como llamaron los jesuitas a la misión que en 1757 crearon a orillas del río Nanay. Ese fue el origen, la semilla urbana de la capital de Loreto y de la Amazonía peruana. Un territorio que conoció del transitar de los nativos napeanos, e Iquitos, una ciudad que se agigantó y se vistió de mosaicos y azulejos durante la fiebre del caucho.
Pero nada es eterno. El caucho empezó a extraerse en Asia y después fue sintético. El fin del boom llegó, la cura de una fiebre de la que solo queda el legado arquitectónico y una lección mal aprendida, porque seguimos depredando la flora y la fauna, maltratando a las comunidades nativas, sin ser capaces de entender que todos deberíamos aprender de los Yacu Taitas. La moneda está en el aire. Usted elige: cara o sello. ●