Sobre la pared principal de la habitación que le sirve como cocina, sala-comedor y taller, Olinda Silvano ha hecho un kené, el dibujo de líneas paralelas, curvas simétricas y recuadros que simbolizan a las aves, los peces, los ríos, el cielo y los animales del bosque donde creció antes de venir a Lima, en la comunidad nativa de Paoyhán, en el Bajo Ucayali.
Hoy, la casa de Olinda está en la zona media de Campoy, San Juan de Lurigancho, en un terreno ubicado en las laderas de un cerro gris, alquilado por ella y por otras familias que buscaban un lugar para alojarse después del incendio que arrasó con el barrio shipibo-konibo de Cantagallo, en el 2016.
Artesana empoderada. Olinda Silvano ha desarrollado también sus habilidades de liderazgo y las pone al servicio de la comunidad shipibo-konibo de Campoy.
Por la ventana de la habitación, cubierta con una malla tupida que detiene a los moscos, observo a unos chiquillos en pantalones cortos y pecho descubierto que corren detrás de una gallina, en un patio polvoriento. Casi nada en este lugar me remite al bosque amazónico, salvo el canto limpio de Olinda Silvano, salvo sus mantas de algodón teñido con tinte de corteza de caoba, salvo las pulseras de mostacilla adornadas con dibujos del corazón de la anaconda y el masato frío que me ha invitado para aliviar el calor de febrero.
“La que sufre niña, no sufre de grande”, dice Olinda, al recordar que su abuela Elvira le enseñó a hilar algodón y a tejer con la ayuda de un palo. Cada vez que intentaba escaparme de la casa para jugar con mis amigas, la abuela me daba con el palo en la canilla, relata. “En la comunidad, es mejor criarse con la abuela que con la madre”. Así, aprendió a fabricarse su propia ropa, a moldear y cocer sus platos de barro y su tazón para el desayuno. Todo ese aprendizaje –quizá elemental– le sirvió a Olinda años más tarde, cuando finalmente se marchó a Lima.
Primero vivía en Comas y cada vez que en las calles de la ciudad encontraba a otra shipiba se ponía a gritar de alegría, se derretía en llanto y la abrazaba con fuerza, aunque no la conociera.
“Yo he migrado no porque me guste, sino por necesidad”, afirma con seguridad esta peruana de alrededor de 40 años, madre de cuatro hijos, dirigente comunal y artesana orgullosa de su cultura amazónica. “En Paoyhán tenemos para comer, pero no hay más oportunidades; por eso he venido”.
Fabricar una manta, desde el hilado y el teñido, hasta los acabados del kené –con barro de laguna traído de la selva– y el kewé o bordado, toma alrededor de dos semanas, explica Olinda. Por eso que cada una cuesta entre 400 y 500 soles.
En cambio, las pulseras de mostacilla se hacen más rápido, pero son por lo menos dos días de trabajo. La venta se hace al menudeo y en la modalidad de ambulante, lo que dificulta el negocio. “La gente nos dice ¡Ay, estas charapas careras!, pero no saben todo el trabajo que esto nos demanda”.
Wilma Maynas llegó también del Bajo Ucayali y se ha asociado con Olinda para elaborar artesanías y pintar murales. Mientras conversamos sobre sus vivencias en Lima, me coloca una pechera para cushma, rematada con pendientes plateados, y me acomoda un maiti, la colorida corona ceremonial adornada con una pluma. “¡Estás listo para una boda al estilo shipibo!”, exclama, sonriente.
Recuerda que cuando nadie –ni ellas mismas– sacaba cara por los derechos de los nativos migrantes, algunas personas comentaban a sus espaldas, al verlas en el ómnibus o en el mercado: ¡Los shipibos han venido a Lima solo para estorbar!
“Para mí, la felicidad sería que no hubiera discriminación contra los shipibos –dice Wilma, pensando en todas las veces que le negaron el asiento en un micro, quizá por su ropa o por los rasgos de su rostro–. Y que mis hijos lleguen a ser profesionales”.
Su casa, un poco más arriba que la de Olinda Silvano, tiene la fachada pintada con motivos amazónicos. Allí está presente el kené, como un recordatorio constante de que aun en el panorama más gris, el espíritu del bosque continúa vivo.
Este año, en mayo, Wilma Maynas, Olinda Silvano y Silvia Ricopa viajarán a Canadá para pintar murales, parecidos al que hicieron en Barranco y que bautizaron como ‘El corazón de la carachama’: las escamas de este pez mágico, las más duras de la selva, protegen a la comunidad y su gente.
En cada una de estas pinturas, las tres artesanas rinden homenaje simbólico al antropólogo que trabajó con ellas en el 2002 y 2003 y que consiguió que la sociedad empezara a tomar conciencia de la importancia de la cultura amazónica, el profesor César Ramos, quien ya descansa en paz entre los espíritus de las aves, los ríos y los animales silvestres.
“¡Soy una indígena peruana y nadie puede prohibirme que esté en mi país!”, afirma categórica Olinda Silvano. Como en una visión alentada por la ayahuasca, está segura de que el futuro para ella es verde y promisorio, como el bosque de Paoyhán.