Año 107 // 3ª etapa // 540 // Viernes 23 de marzo de 2018



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JERGA DE JARANAS

Con la desaparición de Augusto Polo Campos y ‘El Carreta’ Jorge Pérez, la interpretación de los géneros criollos a partir de la replana pierde a dos de los más importantes cultores del criollismo urbano.

ESCRIBE: ELOY JÁUREGUI

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Uno de los méritos más significativos de la música popular costeña peruana es su categoría de crónica de su tiempo y el registro de su oralidad. Desde Felipe Pinglo Alva hasta José Escajadillo, el vals criollo fue registro y testimonio de un habla vívida de la cultura popular urbana del Perú. Un solo ejemplo que valga para esta radiografía sonora: el tema Afana otro estofado, de la firma de Mario Cavagnaro y grabado por Los Troveros Criollos en 1953, resultaría la primera composición de vals editada en replana (sí, jerga) en el medio. El vals parodia la radionovela El derecho de nacer, del cubano Félix Caignet, que por esos años gozaba de éxito masivo.
     Con las muertes recientes del compositor Augusto Polo Campos y el cantante Jorge ‘El Carreta’ Pérez se cierra un gran capítulo de la música popular costeña. No escribo el término ‘criollo’ en este caso porque entiendo que lo criollo también puede ser un huaino con orquesta típica en Huancayo, un yaraví arequipeño con guitarras y mandolinas o una marinera puneña con acordeón y violines. Lo cierto de esta propuesta es demostrar que el género vals es de matriz múltiple y de variadísimos sesgos. Un vals puede utilizar la replana del callejón o el solar barrial, como lo hacían Los Troveros Criollos o una poética refinada a la manera de Chabuca Granda, Alicia Maguiña o incluso el poeta Juan Gonzalo Rose.

DESBORDES
El vals es, así, reproducción de la expresión oral que comienza a imperar en Lima de 1950. La misma edad de las migraciones o también llamadas “desborde popular”. La capital rodeada por la invasión masiva y crispada que viene de las provincias. Ejemplo, el Callejón de Huaylas en Comas o el valle del Mantaro en la Carretera Central. Dicho desplazamiento genera en la urbe capitalina focos de resistencia, como la jerga –de códigos desde lo delictivo al retruécano jocoso– o el caso de Última Hora, un diario que condensa esa nueva manera de comunicarse desde la perspectiva del ‘contrapicado’, es decir, con la replana o argot desde los sótanos sociales a los cielos del acomodamiento.
     El plano de lo oral es de potencia expansiva y multiplicadora. “Se habla como le sale a uno de los capachos”, se dice. Lo oral, así, se impone a otros planos de la comunicación, a la manera como Eduardo Zapata y Juan Biondi lo explican en su último libro, Nómadas electronales. Es decir, la oralidad es nexo afable de articulación expresiva. Contra lo que se entiende por escribal e incluso las nuevas plataformas electronales. De ahí que la conexión entre urbe y música popular a partir de la década de 1950 se torna explosiva, pero productiva. La Lima monolítica de entonces cede el paso a una ciudad paradojal y excéntrica de multiplicidad de voces y de sentimientos encontrados –no una, sino varias Limas– que, gracias al notable crecimiento de la radio y en menor porcentaje de los cines y teatros, hace del vals un medio del acervo expresivo y comunicacional con una base democratizadora que difunde el habla del barrio. Los barrios limeños devienen de los suburbios tradicionales con herencias simbólicas que, a partir de entonces, se enfrentan a las nuevas geografías de la marginalidad (lo criollo clásico contra las culturas de las provincias) y el vals se robustece.

CON VARIANTES
La cultura de los cantos populares urbanos tiene historia y prosapia. Para los estudiosos del vals, son tangibles las diferentes variantes del género. Así –por la manera expresiva y repertorio– se puede distinguir un vals del Rímac, como uno de los Barrios Altos. Hay un vals de La Victoria, como otro de Monserrate. En el exceso del abanico se puede hablar de un vals reaccionario –Manuel Acosta Ojeda, dixit–, como otros son combativos y ‘socialistoides’. Es fundamental entender la función que tuvieron, por ejemplo, los cancioneros. Esas pequeñas revistas con las letras de las canciones que, en tiempo de convulsión política y represión, dieron origen a la edición asolapada de “valses apristas”, con harto contenido político y mucha melodía para evadir el rigor de las dictaduras.
     El vals era testigo de su tiempo, con replana o sin ella. El doctor Óscar G. Pamo-Reyna, del hospital Arzobispo Loayza, escribió un aséptico pero enjundioso estudio sobre el valse y la tuberculosis. Y dice: “En la primera mitad del siglo XX, la muerte por tuberculosis era un fiel acompañante de las gentes, especialmente de los pobres. La expresión popular sobre el enfermar y morir se reflejó en sentidas piezas del vals criollo: Murió el maestro (1936) y Fin de bohemio (1937), ambos de don Pedro Espinel Torres, y No me beses (o El tísico) de Luis A. Molina (1940). Como vemos, existieron valses para elogiar un caldo de gallina como otros en la mejor profilaxis contra la TBC. Y cómo diría ‘El Carreta’ Jorge Pérez: Cántame otro valse, patita…