El Peruano

Año 107 // 3ª etapa // 543 // Viernes 20 de abril de 2018
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ESCENAS DE ETERNIDAD

Wiñaypacha, cinta hablada completamente en aimara y galardonada en el extranjero, cuenta la realidad de los adultos mayores abandonados a su suerte. Óscar Catacora, director del proyecto, habla de sus entretelones.
ESCRIBE: LUIS M. SANTA CRUZ
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Óscar Catacora se veía increíblemente tranquilo, como un hombre que hace tiempo no disfrutaba de la paz y el silencio. Tomaba sorbos largos de su vaso de gaseosa y cortaba con paciencia la carne en su plato, como si el mañana nunca fuera a llegar. Es un hombre que disfruta de la calma, mientras dura. No es para menos, teniendo en cuenta que Wiñaypacha se ha vuelto la engreída de la prensa cinéfila en el Perú y, por tanto, su director es ‘el hombre del momento’. Sin embargo, él solo quería hacer una película pequeña en dimensiones, pero de un nombre enorme; tan grande que la llamó Eternidad, en aimara.

La cinta que varios consideran como “experimental” y muchos otros definen como “lo mejor que le ha pasado al cine peruano en años”, no es otra cosa que el intento de Catacora de inmortalizar una lengua como el aimara, usando las herramientas que ya les garantizaron la vida eterna a maestros como Spielberg y Kurosawa. El director cree que los viajes a festivales como el de Guadalajara y los aplausos masivos son importantes, pero no son lo primordial al momento de hablar de cine. Lo que le importa es el proceso, la historia que le dio vida a Wiñaypacha.

El cineasta recuerda los castings que promovía por radios AM, para dar con una mujer de 80 años, lúcida, de estado físico resistente
BÚSQUEDA

Para Óscar, la historia no comienza con un premio del Ministerio de Cultura para financiar el filme. El viaje real comenzó en Puno y en la larga búsqueda de las personas perfectas para contar su historia. El cineasta recuerda los castings que promovía por radios AM, para dar con una “mujer de 80 años, lúcida, de estado físico resistente, participativa y extrovertida”. Un perfil demasiado específico y que, según Catacora, no abunda en la sierra peruana.

Caminando y preguntando, gracias a la recomendación de amigos, llegó con la señora Rosa Nina, una octogenaria de las alturas que jamás había visto una película. La magia fue instantánea, pero solo era la mitad de la ecuación, pues faltaba encontrar a su pareja cinematográfica.

Hallar al esposo tomó un año porque ninguno de los ancianos que llegaban a conversar con doña Rosa conectaba con ella. No había esa química que deben tener en pantalla dos personas que han pasado toda la vida juntos. Vicente Catacora, también de 80 años, llegó luego de varios meses y bastaba con verlos conversar para entender que en la pantalla se verían como debe verse el amor eterno. Cualquiera diría que todo se volvió más fácil a partir de allí, pero Óscar sabe que no fue así. Tenía al equipo y a sus protagonistas, pero le faltaba enfrentar las barreras culturales que otros directores no tienen que afrontar.

EL RETO DE DIRIGIR
A pesar de contar con la autoridad para dirigir, Óscar Catacora sabía que no podía ser duro con dos personas de edad que no eran actores. Cuando necesitaba repetir una escena, les decía Rosa y Vicente que la cámara se había apagado o que el viento hacía mucho ruido, pero jamás puso en duda la capacidad de sus protagonistas.
“DE MENTIRITA”

En aimara, no hay un concepto que englobe lo que es una película o el cine. Mucho menos lo que es una cámara de video, ángulos o encuadres. Explicarle todo eso a una persona de 80 años parecía imposible.

“¿Alguna vez has visto televisión? Esas personas pequeñitas que se mueven en la pantalla… eso quiero que hagas”, les decía Óscar para intentar interactuar con ellos, aunque sin mucho éxito. Entonces se dio cuenta de que la única salida era buscar en la definición más universal de la actuación.

“¡Anatiña! –les propuso–; Vamos a jugar, todo de mentirita, vamos a simular que somos alguien más, como hacíamos de niños”. Rosa y Vicente entendieron la dinámica, pero no se acababan los problemas.

En la sociedad puneña, específicamente en el distrito de Macusani, donde sucede la historia, un joven de la edad del director no puede decirle qué hacer a un adulto mayor, porque se percibe como una falta de respeto y una humillación. Dirigirlos y darles indicaciones, siendo apenas un treintañero, podía hacer sentir mal a los actores, por lo que se necesitó de la ayuda de un líder comunal con cierta autoridad para hacer de intermediario. Y así ocurrió.

Todo el esfuerzo fue recompensado luego de las cinco semanas que duró la filmación. Tras la edición de la cinta, llegaron los festivales y la parafernalia que el director no celebra con hinchazón en el ego. Para él, la cúspide del triunfo de Wiñaypacha fue aquella vez que Rosa Nina vio la cinta en pantalla gigante y no pudo disimular el llanto.

“He visto parte de mi vida”, balbuceó, entre lágrimas, porque para esa señora de 80 años el cine no era más que honestidad. No había ficción porque había encapsulado un momento de su vida que jamás iba a morir.

Por eso Óscar Catacora luce tan tranquilo. Logró finalmente contar una historia sobre el amor filial y el amor incondicional. Una postal para los hijos que han viajado a Lima y se han olvidado de lo que dejaron en provincia, incluso de sus padres. Óscar es feliz porque les regaló Eternidad a dos personas. Y ese regalo no llega todos los días.