El Peruano
Año 107 // 3ª etapa // 546 // Viernes 11 de mayo de 2018
CRÓNICA
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OPEN PLAZA

Fue inaugurada el 27 de julio de 1921 para conmemorar el primer centenario de la Independencia. La plaza San Martín es uno de los pocos lugares públicos de Lima donde se debate sin censura. Libre mercado para todo y para todos. TEXTO: LUIS PALOMINO /FOTO: PEDRO OBLITAS # #
A poco del Bicentenario de la declaración de la Independencia del Perú, el sitio que rinde homenaje a su héroe se ha convertido en un espacio digno para gritar “¡Somos libres!”. Libres de decir y preguntar, de vender y consumir, de pensar y vejar, de comer y olvidar.

Como espacio público, la plaza San Martín es un espectáculo. En estricto, allí no hay juegos mecánicos ni escenarios, pero los oradores callejeros, los xenófobos desempleados, los orates, los “nacionalistas” diligentes, los vendedores de cualquier cosa, los bailarines, los israelitas y los indigenistas que la habitan, hacen de ella un delirante parque de atracciones.

El primero en captar la atención de los transeúntes es “Jaimito”, curtido orador de unos sesenta años. Bajo la sombra clandestina de un árbol, con vestimenta proletaria, alza sus manos y cuestiona el origen de los títulos de propiedad. Paradójicamente, el lugar donde se ubica –al lado derecho del monumento– por poco y está a su nombre. Sin pelos en la lengua, “Jaimito” lanza una pregunta: ¿Cuándo les perteneció esta tierra a esos delincuentes?

El orador explica que el problema no es de razas sino de clases. El anciano insiste: ¿Por qué los defiendes, si tú tienes cara de peruano?
DEBATE ABIERTO

En su discurso, los ricos son siempre los dueños del planeta, los inhumanos y explotadores. Los esclavistas. La mayoría de su audiencia se mueve en base cinco, aunque también hay ancianos, jóvenes y señoras, oyéndolo como hipnotizados. El grupo asiente con la cabeza; sus antipatías son evidentes.

De rato en rato, vendedores de “marcianos” y refrescos se acercan y les ofrecen alivios para la insolación a cambio de unas cuantas moneditas. Son las tres y media de la tarde, se siente calor y los claroscuros desaparecen. Una pareja de venezolanos deambula con polos rojos y pregona que “regala” chips con saldo.

“Jaimito” dice: El pobre, por más que trabaje, nunca va a ser rico. Su capacidad para hablar sin detenerse es llamativa. Uno piensa en el incansable trabajo de sus glándulas salivales, esas pobres glándulas que nunca enriquecerán. Alguien alza la voz y le pregunta por la “invasión” venezolana; es un abuelo que quiere saber por qué el Gobierno trata mejor a los llaneros que a los de “raza cobriza”.

El orador explica que el problema no es de razas sino de clases. El anciano insiste: “¿Por qué los defiendes, si tú tienes cara de peruano, como nosotros? Somos peruanos”. Como si hubiese oído la discusión, un joven flaco se hace oír en otro lado de la plaza mediante un megáfono: “¿Los extranjeros son más cultos, más trabajadores que los peruanos?”.

Después retrocede 500 años, hasta el descubrimiento de América. E, increíblemente, a pesar del tiempo transcurrido, de Túpac Amaru a Paolo Guerrero la identidad del peruano es difusa.

“¿Ustedes saben cómo se creó el sistema monetario internacional?”, pregunta “Jaimito”. A espaldas de sus seguidores, los turistas sonríen y se autorretratan bajo el gigantesco caballo de don José. Un fotógrafo viejo contempla la escena. A veinte pasos de él, un muchacho le enseña a un gringo a tocar la quena; y cerca de ellos, otro peruano le pregunta –muy peruanamente– a un vendedor foráneo si las gaseosas que lleva en un balde verde son “bambas”. “No, son Pesi”, responde este. Dame una.

ES EL PERÚ, SEÑOR

En las narices del prócer argentino, un joven de camisa negra, con una escarapela gigante en el pecho y un pantalón verde, instala una gigantografía en la que se lee “Fuera chilenos del Perú”. A sus pies, muestra un mapa: “Esta vez no se va a derramar sangre peruana, sino chilena, y a punta de bombazo atómico”, exclama el tipo. Su compañera –que lo alimenta al paso con chizitos– sostiene en brazos unos DVD que venderá a los interesados. Muy cerca, un sereno camina despreocupado. ¡Viva la Patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la independencia!

El San Martín metálico e inmóvil indica el camino para salir de la plaza: al oeste, mirando al Callao. Hacia allá va. Su caballo da un paso eterno hacia la plaza Dos de Mayo. Circundan al héroe y a su animal un batallón de hombres que parece a punto de delinquir. Mientras tanto, un israelita local –cubierto por una túnica colorada– cruza el suelo de granito.

A la entrada del pasaje Quilca, un joven se trasviste y baila eléctricamente al ritmo de Scooby Doo Pa Pa. A su lado, un muchacho con sombrero chino interpreta un tema de Abba en su guitarra eléctrica. La plaza San Martín parece idónea para quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de ganarse unos soles. “Te hacen creer que tú también vas a ser rico”, ha dicho “Jaimito”.

Antes de llegar a Camaná, aún en Quilca, dos violinistas despiden la tarde frotando sus cuerdas. Los estuches yacen abiertos en el piso. Una señora pasa por el costado y emboca su propina. ¡Viva el Perú!