.
En El apocalipsis a la vuelta de la esquina, usted analiza en profundidad el fenómeno del comercio ambulatorio entre 1980 y 2000.
–Entender este período es indispensable para comprender las transformaciones actuales en la capital; lo que Lima es hoy, en buena parte, es producto no solo del comercio ambulatorio y su expansión, sino también de una serie de cambios registrados en simultáneo. Uno de esos cambios fue la crisis económica. Y al hablar concretamente del comercio ambulante, hay que observar que el estilo de vida urbano contemporáneo genera demanda móvil. Las personas hacen largos trayectos en el transporte, ya sea público o privado, y esa movilidad contribuye a la aparición del ambulante. El ambulantaje es producto de la ciudad moderna o posmoderna: el ambulante acerca una oferta móvil a una demanda móvil.
–Sí, porque si bien la informalidad es vista como un fenómeno amplio que tiene como principio el usar el espacio público sin autorización, el problema es que el ambulante lo utilizó como una salida a la crisis. En la etapa 1980-2000, muchos de los ambulantes en Lima eran empleados despedidos del sector público, profesores, obreros que perdieron sus trabajos y que tuvieron que salir a las calles para ganarse la vida. Por lo tanto, son trabajadores; puede que estuvieran infringiendo normas municipales, pero no se trataba de actividades delincuenciales.
–En tanto el fenómeno del comercio informal no es exclusivo del Perú, hay una gran discusión sobre sus causas. La primera explicación estaba asociada a la incapacidad del sistema económico de absorber el excedente de mano de obra. Es una lectura más estructural: la economía capitalista era incapaz de ofrecer empleo adecuado a la población que crecía de manera constante. Entonces, el excedente terminaba ‘excretado’ hacia la actividad informal. Eso se ha descartado porque no reconoce ningún tipo de agencia a las personas. Era como decir que tu destino ya estaba trazado: ‘Eres desempleado, ¡te vas al comercio ambulatorio!’. En esa mirada, las personas no tienen ninguna capacidad de elegir.
–Claro, pero diferenciemos entre quien elige vender zapatos o comida en la calle y quien entra a trabajar a una empresa y no le pagan seguro ni beneficios. El primero decide su situación; el segundo está sometido a la ausencia de decisión. El ambulantaje permite a la gente utilizar su tiempo de manera flexible y de acuerdo con sus propios intereses, lo que no ocurre en el trabajo formal. Así, muchas mujeres venden comida en la calle porque el ambulantaje les deja combinar el espacio doméstico con el mundo del trabajo. Y así como cocinan para sus hijos, igual pueden cocinar para 20. Eso, además, les da la posibilidad de estar en casa con sus hijos y atenderlos.
–Sí, es la más conocida, la de Hernando de Soto, que asume que la informalidad es resultado de un exceso de reglamentación, de un Estado que utiliza las reglas de juego para crear grupos de beneficiarios mercantilistas. Esta tesis se expresó luego en políticas públicas para reducir la burocracia estatal y la reglamentación, con lo cual retrocedería la informalidad. Sin embargo, la experiencia indica que, acá, tú encuentras en una esquina a una señora que vende dulces y, cinco años después, sigue allí, vendiendo dulces en el mismo lugar.
–Sí. Y para ella y para mucha gente es totalmente indiferente si el Estado baja o no los requisitos para la formalidad, porque su aspiración no es llegar a ser formales; su aspiración es cubrir sus necesidades básicas.
–Es más eficiente para explicar el fenómeno porque incorpora la evolución misma del capitalismo. O sea, el capitalismo necesita una dinámica de crecimiento más intensa y el ambulante, de alguna forma, es eficiente para eso. Si lo asumimos como reducción de costos de transacción, el ambulante acerca la oferta a la demanda.
–En los años 80 el problema se potencia. Fue una década de crisis brutal, el salario mínimo cayó a 22 dólares en 1989; los empleados públicos percibían la quinta parte de lo que ganaban en 1973. Eso coincide con nuestros recuerdos de un empobrecimiento general. Y en ese contexto de crisis, los ambulantes surgen como solución. Imaginemos que no había ambulantes, ¿dónde uno compraba la ropa, los zapatos, los alimentos, las medicinas? El propio ILD reconoce que los precios de los ambulantes estaban 10% y hasta 15% por debajo de los precios de las tiendas formales. En el 80, además, junto con el retorno de la democracia, viene esa alerta de terremoto –con día y hora específicos, la profecía de Brady– que generó toda una psicosis. Y luego 1983 es un año “de guerra”: el PBI se reduce en -12.8%, algo que solo se da en casos de catástrofe.
Muchos de los ambulantes en Lima eran empleados despedidos del sector público, profesores, obreros que perdieron sus trabajos
–Y, sobre todo, por la crisis económica. Las municipalidades tienen un presupuesto, pero la inflación se come los recursos en cuestión de meses. Por ejemplo, el Gobierno decreta un aumento de sueldos para compensar la pérdida del nivel adquisitivo. Entonces, como municipio, ¿cómo cubres ese aumento para tu planilla? El Gobierno central tiene que pasarte transferencias, pero no te las da porque también está agotado. Entonces, mi sensación es que no hubo desborde popular y crisis del Estado, fue solo crisis del Estado: el Estado que se derrumba por completo.
–La historia continúa y lo que intenta mostrar el texto es que, entre 1980 y el 2000, la ciudad sufre un intenso proceso de cambio, producto de muchas fuerzas simultáneas. Una de estas fuerzas es la migración, problema que tiene que ver con procesos como la formación de pueblos jóvenes. Es una fuerza muy importante por su volumen y no porque fuera la primera vez que llegaran migrantes a la capital. Lima fue una ciudad de migrantes desde que se fundó. Se ha creado la idea de que la migración destruye “lo limeño”, pero, en realidad, “lo limeño” siempre estuvo en construcción.
Otro elemento importante es el proceso de desclasamiento que trae la crisis económica. Se disuelven algunas diferencias y, en esa disolución, los colores de piel ya no reflejan situaciones de clase con tanta claridad como en los años 50. En los años 80 puedes encontrar a gente “blanca” vendiendo en la calle, junto a mestizos y afrodescendientes. Esas cosas se van rompiendo y eso es valioso. Hoy ya está como en retirada esa propensión a catalogar a la población en función de la relación raza-clase. La prueba de que eso ya no funciona es la cantidad de denuncias por racismo; somos más conscientes de que esas son situaciones reñidas con nuestra idea de ciudadanía.
–Sí, claro, viene de esas tensiones. Porque finalmente ese proceso de desclasamiento y entrecruce permite darnos cuenta de que esas viejas tradiciones que relacionan color de piel, raza, etnicidad y clase ya están rotas.
–Los historiadores somos reticentes a utilizar valoraciones como “Es bueno” o “Es malo”, porque nuestro interés es explicar cómo llegaron las cosas a estar como las conocemos. Pero si miramos desde la perspectiva del lector, creo que sí hay una serie de cosas que resultan positivas. Por ejemplo, creo que no se puede entender la supervivencia de muchísimos peruanos sin el comercio informal. Habría que preguntarse cuántos niños y niñas llegaron al colegio o a la universidad gracias a que sus padres, madres, abuelos y abuelas trabajaron en la calle.
Ahora, aun con todas las deficiencias que tenemos, cualquier chico que termina la universidad tiene un horizonte de posibilidades bastante mejor que el que tuvimos quienes culminábamos los estudios en los años 80. Creo que es indispensable respetar todos esos esfuerzos generacionales para sobrevivir y salir adelante, algo que finalmente se ha logrado.
Mi sensación es que no hubo desborde popular y crisis del Estado, fue solo crisis del Estado: el Estado que se derrumba por completo
–Creo que los problemas de la ciudad, en el tema de ambulantaje y limpieza, no están resueltos. Lo que digo al final del libro es que se ha creado una cierta ilusión en torno al centro de Lima y los distritos céntricos –lo que absurdamente se llama “Lima Moderna”–, pero si vas a Villa María del Triunfo, Carabayllo, Ate, encuentras basurales a montones, hacinamiento, ambulantes copando las pistas.
–Lo que podríamos decir, en todo caso, es que la opinión pública no considera a esas zonas como “Lima”. Hoy tenemos una mirada segmentada, hasta cierto punto discriminadora, en la que algunos problemas de la ciudad, al no estar en el centro, no son “nuestro” problema.