Recordemos que los fallos de mercado se han venido produciendo en períodos intermitentes, desde antes de la Gran Depresión (1929) hasta después del fenómeno de la burbuja inmobiliaria de los créditos subprime (2007), por lo que el mercado nos ha mostrado sus imperfecciones, de allí que se justifique la intervención del regulador en determinados momentos.
Las aeronaves sin piloto se remontan al siglo XIX, en el cual se inició su actividad con fines militares, siguiendo su desarrollo bélico con las bombas voladoras alemanas V1 y V2 en 1944.
Prohibir una actividad implica sacrificar un bien mayor: la ausencia del producto. Los consumidores suficientemente informados enfrentan dilemas morales. En la industria de la aviación, por ejemplo, si partimos de la tesis que el problema de los accidentes aéreos debe generar –reactivamente– el sacrificio de la industria, no existirían mayores vuelos aéreos. Sin embargo, en la actualidad, el consumidor ha decidido asumir el riesgo de seguir viajando por aire, apostando por mantener la industria aérea y seguir utilizándola, a pesar del riesgo que asume con dicha elección. Para prevenir accidentes aéreos, el Estado ha efectuado un test de proporcionalidad e impuesto reglas de control técnico y humano más estrictos, más el costo de la regulación, lo que encarece el precio del boleto aéreo; sin embargo, lo cierto es que no se puede hablar de un incremento en el precio, sino de un ajuste a su precio real.
En general, el Estado, en una política de gobernanza con el sector privado, implementa alternativas regulatorias con proporcionalidad, mediante inspecciones técnicas vehiculares, cinturones de seguridad, señales de tránsito, multas, seguros SOAT, estándares máximos de contaminantes, impuestos, etiquetado de productos, entre otros, siempre que el mecanismo propuesto y utilizado sea efectivo.
El concepto denominado “costos externos” o “externalidades negativas” se explica mejor en el fenómeno de la contaminación del medioambiente. Si mi industria contamina, el costo económico que produce mi contaminación –que no suele estar reflejada en el precio de venta– debe ser considerado por la industria, sea que se castigue en el precio del producto final o que se internalice por la propia industria.
La lógica es que si una industria contamina, y por ello produce “costos externos”, debe resarcir dicho costo. El consiguiente incremento del precio no tiene porqué significar la pérdida de competitividad de la industria [1]. La industria minera, por ejemplo, asume estos denominados “costos externos”. Obtiene títulos habilitantes del Estado, realiza estudios de impacto ambiental, y cumple con los estándares preventivos, resarcitorios y planes de cierre. Esta implementación tiene un costo, y este costo es asumido por la empresa minera para prevenir, reducir, mitigar o resarcir los daños ambientales.
Si bien, probada la contaminación del medioambiente, no se percibe que representa singular dificultad, toda vez que el punto de partida es la observación o percepción de la contaminación mediante nuestros sentidos y esta realidad es aceptada pacíficamente por la comunidad empresarial; en otras industrias no contaminantes no es perceptible la capacidad que tiene dicha industria de generar daños. Y cuando la comunidad científica identifica que podría existir una relación de causalidad entre una actividad y el daño, se genera una suerte de dificultad en su probanza, demandando esfuerzos científicos singulares, a veces por medio de años de investigación.
El caso del problema de salud, ocasionado por el tabaco en Estados Unidos; generó en el Estado serias limitaciones para probar o asociar el cigarrillo con el desenlace fatal que producía en la salud de sus consumidores. Probada esta asociación, se presentó el siguiente problema, el surgimiento de posturas científicas antagónicas sobre su efecto en las enfermedades de las que se le acusaba. En el Perú, un mismo grado de antagonismo científico quedó expuesto previo a implementarse el anticonceptivo oral de emergencia, reportándose posturas científicas discordantes, en el campo médico y en la arena judicial, a propósito del proceso constitucional.
De hecho, la ciencia no ha cesado de continuar investigando y relacionando daños a la salud a consecuencia de ciertas actividades industriales que en el pasado no se percibieron capaces de generar “costos externos”. El caso del tecnopor y la salud humana constituye un ejemplo reciente de esa lucha incesante de la ciencia por acreditar relaciones de causalidad entre el uso de un producto y el daño en la salud humana. En este caso, el estireno, que es un insumo del tecnopor, se ha señalado que causa daño a la salud.
UN IMPUESTO EN EL PRODUCTO SE TRASLADA AL PRECIO DE VENTA DE UNA UNIDAD DE BEA, QUE TENDRÍA QUE COMPRENDER RELATIVAMENTE LOS COSTOS EXTERNOS. EL INCREMENTO DEL PRECIO EN LAS BEA NO TENDRÁ PORQUÉ SUPONER TAMPOCO PERJUICIO A LA ECONOMÍA DE LAS POBLACIONES DE BAJOS RECURSOS, PUESTO QUE DICHA ALZA NO INCIDE EN SU DESNUTRICIÓN, PARTIENDO DE LA PREMISA QUE EXISTE UNA DIFERENCIA CONCEPTUAL ENTRE DESNUTRICIÓN Y MALNUTRICIÓN.
Es importante reiterar los esfuerzos desplegados por la ciencia para ofrecer una relación de contribución entre las bebidas endulzadas con azúcar (BEA) y sus efectos, en la creación de enfermedades no comunicables (ENC) crónicas [2]. La ciencia ha mostrado evidencia en concreto que asocia un riesgo entre las BEA con las ENC [3]. Estudios contemporáneos muestran también una incidencia porcentual alrededor del 22% de riesgo de padecer diabetes por cada 336 mililitros diarios de refresco azucarado (estudio realizado por el Centro de Investigación Biomédica en Red Fisiopatología de la Obesidad y la Nutrición). En relación con esta enfermedad, se informa que uno de cada once adultos en el mundo tiene diabetes, según el Atlas de la Diabetes de la FID (2015). De lo que se concluye que la ciencia ha identificado uno de los factores para la creación de enfermedades no comunicables en el consumo de BEA.
De hecho, existen estudios que contradicen la relación de causalidad de los informes, como los que anteceden, pero también ha trascendido a la opinión pública que muchas organizaciones médicas que promovieron la pérdida de la relación de causalidad entre el azúcar y la salud humana habían recibido sendas subvenciones de dos grandes compañías de gaseosas [4], lo que pone en evidencia un problema ético en la producción de la carga de la prueba.
Mecanismos como la regulación del etiquetado, promoción de alimentos saludables o la promoción de la práctica de actividad deportiva, el establecimiento de impuestos o medidas análogas pueden resultar, en distinto grado, efectivos. Lo cierto es que en otras latitudes ha quedado demostrado que la imposición de impuestos y el consiguiente incremento del precio ha generado la reducción del porcentaje de compra de estos productos. Ello debido a que las BEA constituyen mercancía elástica –es decir, sensibles al cambio del precio–, por lo que el impuesto tiene un impacto inmediato en el consumo.
El beneficio para los Estados se produce no solo en la reducción de gastos de atención de pacientes en hospitales públicos, sino en el costo del subsidio laboral del salario perdido del trabajador ante su ausencia laboral por descompensaciones en la salud. La industria también asume pérdidas de horas-hombre. El acompañante del enfermo cesa temporalmente en su actividad habitual por lo general productiva; y el Estado pierde la alícuota que representa un menor producto interno bruto de la merma de este miembro de la población económicamente activa.
Un impuesto en el producto se traslada al precio de venta de una unidad de BEA que tendría que comprender relativamente estos costos externos. El impuesto debe generar los fondos para el suministro adecuado de la atención médica y/o para la implementación de mecanismos simultáneos, como el estímulo hacia los gobiernos locales para amplificar la venta regulada de frutas frescas, situándola más accesible al consumidor, justificado en el hecho de que el consumo de frutas frescas genera externalidades positivas.
El incremento del precio en las BEA no tendrá porqué suponer tampoco perjuicio a la economía de las poblaciones de bajos recursos, puesto que dicha alza no incide en su desnutrición, partiendo de la premisa que existe una diferencia conceptual entre desnutrición y mal nutrición. ◗