Domingo de Resurrección. Domingo de alfombras tejidas con pétalos de flores, recolectados por comuneros y campesinos. Domingo de adioses y despedidas apresuradas, también de compras de última hora: quesito, manjar blanco, la papita de Huasahuasi, la capital semillera del famoso tubérculo andino. Se silencian las voces, se aquieta el movimiento. Se van. Retorna la rutina. Serena, plácida, sosegada.
Siempre es así. Todos los años es así. El reencuentro con los paisanos. El arribo de miles de turistas por las curvas de la carretera Central. Los hoteles con las habitaciones abarrotadas. Las casas convertidas en refugios temporales. Los restaurantes con sus platos de pachamanca, sus truchas bien fritas y el tradicional siete chupes. El desborde y la multitud en los atractivos turísticos. Las escapadas al verdor de San Ramón y La Merced.
De la sierra a la selva central. De Tarma a Chanchamayo. De las montañas al bosque con sus comunidades nativas, sus cataratas rugientes, sus ríos portentosos. Ida y vuelta para ver cómo se arman las artísticas alfombras. Un dibujo en el asfalto: una imagen sagrada, una faena campesina, un inca en actitud rebelde cuya figura es delimitada por granos de café y rellenada con pétalos de distintos colores.
Arte efímero. Arte que desaparece tras los pasos procesionales del Cristo Crucificado, del Santo Sepulcro, de la Virgen Dolorosa y del Señor Resucitado. Arte de fe que atrae y despierta el interés, convirtiendo a Tarma en una perla turística. De jueves a domingo. Solo eso. Ellos se marchan. Ellos ya no están.
Ellos apenas si aparecen el resto del año, como si la provincia y sus distritos perdieran su encanto, su historia, su cultura.
Y ya nadie se pregunta dónde se fueron o por qué no están en las alturas de San Pedro de Cajas –donde la inspiración se expresa y se enhebra en rústicos telares–; en la penumbrosa incertidumbre de la gruta de Huagapo; o en los recintos prehispánicos de Tarmatambo –un hallazgo de piedra a la vera del camino incaico–.
No están en ninguno de esos lugares. Tampoco en la campiña de Sacsamarca, con su aroma a vida, con sus campos de flores y sus huertas cargadas de provocativas frutas. Menos aún en el Santuario Rupestre de Pintish Machay, donde entre 8000 y 2000 a. C. los primeros pobladores convirtieron en lienzo las paredes rocosas. Allí trazaron animales y figuras geométricas. También escenas de caza.
Viaje en el tiempo. Trazos que eternizan la existencia de aquellos que sembraron las semillas de la civilización. Ya no están. Son solo un recuerdo, parte de una historia como la que se escribe cada año en la Semana Santa o la que se cuenta cotidianamente en el Santuario del Señor de Muruhuay. Una epidemia de viruela. Un milagro entre la desolación y la muerte. Una imagen que aparece en la quebrada Tranca de Acobamba.
Es un Cristo en la cruz. Una figura que es resaltada por la mano de un hombre, de un artista anónimo. Los creyentes le rezan y le piden favores. Surge la devoción al Señor de Muruhuay en el siglo XIX. En su santuario siempre hay visitantes, siempre se bendicen automóviles, buses y los camiones que circulan por las carreteras del Perú, revelando en sus tolvas y parachoques la fidelidad y el agradecimiento de sus propietarios.
De dónde vinieron y por qué están aquí, se preguntan los extraños que de pura casualidad aparecen en Acombamba el 3 de mayo, el día central de una celebración multitudinaria que se prolonga hasta la quincena de junio. Es la más larga del país, aseguran los que le rinden homenaje al Señor de Muruhuay, el protector de los choferes, los sufridos y los enfermos.
No hay que adelantarse. La Semana Santa recién ha terminado y los que la gozaron todavía cuentan sus experiencias en sus casas, trabajos, en sus redes. Es lindo, les dirán a todos. Vayan el próximo año, les recomendarán mientras comparten el queso y las papitas.
Escúchenlos, pero no hagan caso. No hay razón para esperar tanto. Y es que Tarma, con alfombras de flores o sin ellas, es siempre un buen destino. Se lo recomienda un forastero que se quedó cuando se fueron todos.●