Jurista. Presidente del Tribunal Constitucional
Desde la aprobación y puesta en vigencia de la Constitución de 1979, predecesora de la actual Carta Constitucional, que data de 1993, el Perú ha iniciado el empeño de construirse como un auténtico Estado Constitucional. Es decir, lograr la más avanzada forma de Estado, que es el Estado del imperio de la Constitución, el Estado de la soberanía de la Constitución, en cuanto norma suprema de la República y expresión normativa del poder constituyente, cuyo titular primigenio, único, exclusivo y excluyente es el pueblo peruano; poder constituyente que es el poder fundacional del Estado-Nación.
El Estado Constitucional se estructura partiendo de la persona humana y los derechos que son inherentes a su naturaleza, denominados derechos humanos, derechos fundamentales, derechos constitucionales o derechos de la persona, entre otras denominaciones; y es a partir de la persona humana, entendida también como valor y principio, anterior, superior y razón de ser del Estado, que se estructura todo el orden político, jurídico, social y económico de la sociedad.
Estado Constitucional que también se basa en el sometimiento de todos los integrantes de la colectividad peruana a la Constitución, sin excepción alguna, y en el cual no existe área o territorio liberado de control cuando se trata de la protección de los derechos fundamentales y de garantizar la vigencia y primacía de la propia Constitución como norma suprema de la República.
El Estado Constitucional repudia la concentración del poder y postula un sistema de distribución del poder político, de competencias y atribuciones que asigna a los diversos órganos titulares del poder, así como un sistema de compensación e intercontrol del poder, dentro de una lógica que, lo enfatizo, proscribe la concentración del poder, como antídoto frente al abuso y al exceso del poder, que es clásico en los regímenes autoritarios y las dictaduras.
Precisamente, dentro del esquema de este Estado Constitucional, se engarzó el hoy fenecido Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC), que creó la paradigmática Constitución de 1979, y se encuadra su sucesor, nuestro actual Tribunal Constitucional (TC), creado por la Carta Fundamental de 1993, como un órgano de rango constitucional, autónomo e independiente, de carácter esencial, al que el legislador constituyente le encarga dos tareas de especial y extraordinaria importancia.
En primer lugar, ser el garante de la vigencia efectiva de los derechos fundamentales, mediante el conocimiento, como última y definitiva instancia en la jurisdicción nacional, de los procesos de habeas corpus, amparo, habeas data y cumplimiento en los que se haya dictado por el Poder Judicial resolución denegatoria frente al derecho invocado por el demandante. En segundo término, ser el garante de la primacía y jerarquía normativa de la Constitución de la República, por medio del conocimiento, como única y definitiva instancia, de los procesos de inconstitucionalidad y competencial.
Tareas que implican ser el intérprete supremo de la Constitución y de la ley, así como de todas las normas que conforman la estructura jurídica normativa del país.
En este punto, es importante hacer presente que soy consciente de que asumo la presidencia de nuestro TC en un momento complicado, en el cual se han dado situaciones de orden político parlamentario que son de público conocimiento, por lo que me propongo firmemente bregar por reafirmar la importancia que tiene nuestro TC; por el respeto a su autonomía, a su independencia y a sus competencias; y por el respeto a la magistratura constitucional.
No hay que olvidar que una de las más importantes razones por las que se introdujo en nuestro país el TGC hoy fenecido, fue la de brindar una mayor garantía y protección al ciudadano, porque se desconfiaba de las instancias judiciales, que habían demostrado ser un tanto ajenas y distantes de la problemática constitucional, lo cual aparece expuesto con amplitud y meridiana claridad en el Diario de Debates de la Asamblea Constituyente que elaboró la Constitución de 1979, así como en el discurso de don Javier Valle Riestra, proponente de la creación del TGC; motivación que se mantuvo y fue preocupación del legislador constituyente de la Carta de 1993 al crear nuestro actual TC.
Ahora bien, un orden constitucional solo puede preciarse de tal cuando la autonomía del TC está absolutamente garantizada, no solo en función de la posición que ocupa dicho organismo frente al resto de poderes públicos, sino también a partir del respeto a sus decisiones que constituyen cosa juzgada, porque provienen de un organismo jurisdiccional de cierre en la jurisdicción interna. Tal ha sido por lo demás, la voluntad de nuestro poder constituyente como máximo depositario de la soberanía popular a la par que creador de la Constitución como norma suprema del Estado.
Por lo demás, enfatizo que el reconocimiento de la importancia de nuestro TC en el marco del Estado Constitucional peruano se debe en estricto al hecho de haberle asignado roles incuestionablemente protectores; es decir, defender la Constitución y garantizar los derechos de la persona. Roles que son, sin la menor duda, los nortes que justifican nuestra existencia; la existencia de nuestro TC.
Desde esa perspectiva, los magistrados del TC estamos llamados al cumplimiento de dichos roles y, concretamente, nuestra legitimidad se asienta por lo mismo, en las sentencias que a diario expedimos y ello solo se refuerza cuando el mensaje que se traduce mediante ellas resulta fiel reflejo de los valores y principios constitucionales. En una justicia finalista, garantista y reivindicadora.
Empero, para que esa justicia finalista, garantista y reivindicadora sea una realidad, y no solo una quimera o un techado de ingeniosas elucubraciones académicas ajenas a la realidad, es menester que los magistrados constitucionales no caigamos en distorsiones que no se condicen con la impartición de la justicia constitucional, como en ocasiones se observan en algunos tribunales de otras latitudes, y que las describo así:
Primera distorsión: variación del eje de preocupación que corresponde asumir al juez constitucional cuando resuelve una controversia constitucional.
Segunda distorsión: variación del ángulo de observación desde el que el juez constitucional debe analizar la problemática materia de examen en el proceso constitucional en que intervenga.
Lucharé por un TC autónomo e independiente, ajeno a toda presión o intervención externa; lucharé por el respeto a la magistratura constitucional y a las competencias que nos corresponde como jueces constitucionales. Sé que cuento con el apoyo de mis distinguidos colegas. Me comprometo especialmente con mi querido vicepresidente, el doctor Eloy Espinosa-Saldaña Barrera, en estas tareas; y también con nuestro director del Centro de Estudios Constitucionales, el destacado magistrado Carlos Ramos Núñez, orgullo para el Perú, pues es uno de los más connotados historiadores del Derecho que tiene nuestra patria.
Lucharé por una justicia eminentemente garantista y finalista; porque los justiciables y sus abogados sean escuchados y tengan plena oportunidad de ejercer el derecho de defensa; y por lograr una mayor descarga procesal, pero sin desguarnecer, sin desamparar y sin abdicar de nuestra función, privilegiando el criterio cualitativo al cuantitativo y deteniéndonos en el análisis de la peculiaridad de cada caso; y también para que el TC cumpla el rol de docencia constitucional que le corresponde, en un país huérfano todavía de formación constitucional, en aras de lograr, como lo adelantó mi distinguido amigo y colega, el magistrado Manuel Miranda Canales, un verdadero sentimiento constitucional que comprometa a todos los peruanos en la forja del Estado Constitucional. En esto último, sé que contaré con el apoyo incondicional del doctor Carlos Ramos Núñez, director del Centro de Estudios Constitucionales.
La primera situación de distorsión consiste en que, en muchos casos, el eje de preocupación no ha sido garantizar la vigencia efectiva del derecho fundamental que se invoca en la demanda como amenazado o violado –cuando se trata de los procesos de habeas corpus, amparo, habeas data y cumplimiento- o garantizar la primacía de la Constitución que se alega afectada por infracciones normativas infraconstitucionales o por violaciones al cuadro de asignación competencial establecido por el legislador constituyente –cuando se trata de los procesos de inconstitucionalidad, acción popular o competencial–; sino que han sido otros ejes, tales como el equilibrio presupuestal, el ordenamiento en la contratación pública, la lucha anticorrupción, los alcances mediáticos de la decisión o los efectos producidos en el terreno fáctico, entre otros, los cuales si bien son importantes, no deben constituirse en la preocupación primordial del juez constitucional, pues no corresponden a los fines esenciales de la justicia constitucional y, menos aún, determinantes para orientar su veredicto, ya que en puridad escapan a sus competencias y distraen, obstaculizan y distorsionan el enfoque que le corresponde asumir en armonía con los fines esenciales de los procesos constitucionales. En el caso peruano regulados en los artículos 200 y 202 de la Carta Fundamental; fines que, con claridad y contundencia, desarrolla el artículo 2 del Código Procesal Constitucional en los términos siguientes: “Son fines esenciales de los procesos constitucionales garantizar la primacía de la Constitución y la vigencia efectiva de los derechos constitucionales”.
La segunda situación de distorsión consiste en que el ángulo de observación no se ha dado a partir de la Constitución y de los valores, principios, instituciones, derechos, normas y demás aspectos que ella encierra –es decir, de la voluntad y expresión normativa del poder constituyente–, lo cual significa que el juez constitucional, cogido o sostenido de un enfoque constitucionalizado y recogiendo el telos constitucional –la inspiración, la filosofía, la lógica y la racionalidad del constituyente– debe realizar el análisis de la materia controvertida, para lograr los acotados fines esenciales de los procesos constitucionales –garantizar la primacía normativa de la Constitución y la vigencia efectiva de los derechos constitucionales–, mediante un accionar consecuente con el carácter de supremo intérprete de la Constitución y de toda la normativa conformante del sistema jurídico nacional, que ostenta el colegiado que integra; sino que, por el contrario, el ángulo de observación se ha dado básicamente desde la ley –es decir, de la voluntad y expresión normativa del poder constituido y no del poder constituyente.
Esta segunda distorsión conlleva que el poder constituido termine primando sobre el poder constituyente y que el TC, que es el órgano autónomo e independiente encargado de la defensa de la Constitución, de la expresión normativa del poder constituyente, termine defendiendo al poder constituido y desnaturalizando su función con una visión llanamente legalista y huérfana de un enfoque constitucional. En otros casos, inspirada en enfoques, inquietudes o dimensiones ajenas a lo estrictamente constitucional.
Trataré por todos mis medios de impulsar en la medida de mis posibilidades que no caigamos en tales distorsiones.
Puede contar la ciudadanía en que nuestra gestión pondrá todos sus esfuerzos en hacer de esta filosofía tuitiva algo más que un simple ideario de buenas intenciones. El reto pues es grande, pero nuestro compromiso es mayor.