La gran obra de Charles de Gaulle es la V República: estable y concertadora. Su base legal es la Constitución de 1958 – que estos días conmemora 60 años de vigencia. Históricamente, los franceses repudiaron el Ejecutivo todopoderoso, llámense presidencial o monárquico, por eso insistieron en las variantes parlamentarias. Cuando este sistema se agotó (IV República), crearon una innovación que Mauricio Duverger denominó semipresidencialismo, cuya duración de mandato era originalmente siete años, surgido de la segunda vuelta, con elecciones parlamentarias en fechas diferidas, que repartía responsabilidades a los partidos políticos. A veces el Ejecutivo con la derecha, por tanto el mismo electorado le daba el Legislativo a la izquierda, o viceversa. Lo original es que el jefe del Estado es el presidente y el jefe de Gobierno surge del Congreso. Una jefatura dual, cuyo árbitro supremo es el jefe del Estado que debe garantizar la gobernabilidad, dando todo el respaldo al primer ministro, que muy comúnmente no es de su partido.
Debate vigente
- Recientemente, el presidente Macron ha planteado las siguientes reformas: 1) Asamblea Nacional de 577 miembros, solo tendrá 404. 2) Senado de 348 miembros a solo 244 senadores. 3) Los parlamentarios solo podrán ocupar el cargo tres períodos consecutivos. 4) Se modificará el sistema electoral mayoritario, a uno proporcional en el 20 % de representantes. Desde la Constitución buscan prevenir el descontento electoral con un modelo, que, para algunos jóvenes, se presenta agotado, exigiendo una VI República.
Árbitro supremo
Contra lo que pudiera presumirse, el presidente no se convertía en un “mandatario absoluto”, sino en un “árbitro supremo”, condicionando su neutralidad en los eventuales conflictos del Gobierno (artículo 5) ¿Cómo se consigue esto? Estableciendo una sutil distinción entre el Gobierno y el presidente, mediante la introducción de la figura del primer ministro. “El Gobierno determina y dirige la política de la nación” (artículo 20). “El primer ministro dirige la acción del Gobierno” (artículo 21). Pero todo ello no se hace en detrimento del Parlamento, sino vigorizando su papel de control frente al Gobierno, pues el primer ministro debe contar necesariamente con el apoyo de la Asamblea Nacional (482 diputados), pues esta eventualmente podría derribarlo, sin que ello produzca vacío de poder, ante la presencia activa del presidente en estos casos.
Precisamente, el modelo constitucional ha creado mecanismos de evaluación electoral, que dibuja periódicamente la personalidad del Gobierno, en un juego pactista entre la mayoría y la oposición. Cuando la mayoría parlamentaria es favorable al presidente, el primer ministro se pone en correspondencia con este, quien es el real jefe del Gobierno; cuando la oposición al presidente conquista la mayoría parlamentaria, el primer ministro nacido de su seno es el auténtico jefe de Gobierno. La Constitución francesa garantiza la gobernabilidad, a pesar de que el humor electoral cambie, generando mecanismos de alternancia entre la mayoría y la oposición que ha dado “gobiernos de cohabitación” (1986-1988, 1993-1995), entre la izquierda y la derecha, al condicionar la solidaridad institucional y la concertación parlamentaria.
Pero, los aportes galos no se quedan en la relación entre el Ejecutivo y el Parlamento, sino van más allá. Ante el debate del control difuso o concentrado del orden legal, Francia inventó su sistema de control preventivo –con sus particularidades– por medio del Consejo Constitucional (artículo 56), que es convocado por el presidente y está compuesto de nueve miembros, que en puridad es una corte en el ámbito constitucional que no solo revisa la constitucionalidad de las normas legislativas sancionadas, sino desde 1974, controla las principales leyes antes de entrar en vigor. O sea, no un control poslegislativo, sino preventivo o antilegislativo, lo que sin duda sirva para ordenar el debate y calificar mejor las leyes en su proceso de elaboración, incluyendo las de Derecho comunitario, como por ejemplo el Tratado de Maastricht.
La nación que nos ilustró con la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789), que nos brindó agudas meditaciones en el derecho constitucional por medio de Sieyés, Duverger, Verdel y Hauriou, consiguió producir una Constitución en pleno siglo XX, que fue sometida a referéndum, siendo respaldada por cerca del 80% de los electores, que estableció un pacto político duradero, que ha llevado a Francia desde el preludio de la desintegración hasta los días gloriosos del liderazgo comunitario –juntamente con Alemania–, sin haber adjurado de los principios que alumbraron la modernidad constitucional: igualdad, fraternidad y libertad.