Saber que el público va al teatro en busca de diversión no libera al director Daniel Amaru Silva de la tarea de generar reflexión y preguntas. Frontal y sarcástico, el dramaturgo revela sus motivaciones y expectativas en torno al arte.
ESCRIBE: CÉSAR CHAMAN
Daniel Amaru Silva es de esos directores que asisten a todas las funciones de sus obras –del estreno a la despedida– y sufre, a su manera, cuando alguno de los actores falla en un diálogo o fracasa al proponer una broma de la que nadie se ríe en la platea.
En estos días de abril, dirige Anfitrión, una comedia de Molière –basada en textos del dramaturgo latino Plauto y del poeta alemán Von Kleist– de la que ha hecho una adaptación libre para proponerle al público dos cosas: primero, reírse del machismo y sus estereotipos, y, segundo, reflexionar sobre las situaciones de las que nos reímos porque las consideramos normales o inofensivas.
No es casual, por ello, que al cierre de la comedia los actores tomen la palabra, con nombre y apellido, para decirnos: Oye, te has carcajeado durante una hora y veinte minutos, pero ¿qué es lo que te causa risa? ¡Ojo, esta es una obra muy machista!
“La lectura para Anfitrión, en su segundo nivel, es que probablemente estamos acostumbrados a reírnos de nuestras tragedias, a presenciar lo malo y pasarla bien”, comenta Daniel. Es una actitud humana comprensible puesto que, en caso contrario, la vida sería una llanura gris. “De acuerdo –acepta–; si no fuera así, viviríamos en el existencialismo puro: todos seríamos Kafka o Camus”.
Desde la óptica del feminismo, Anfitrión podría ser una comedia que habla de la opresión machista sobre la mujer. “Sin embargo, para mí, en verdad es una obra que nos recuerda que el control de las cosas no está en las manos de los humanos de a pie. No soy religioso, pero ya sea por un Dios omnipresente o por seres con más poder que tú, lo que sucede contigo no es algo que puedas controlar”. Y esa idea colisiona con la filosofía new age, aquella tendencia en boga en el siglo XXI que intenta convencernos de que todo es realizable: “Lo quieres, lo tienes”, “Tú sí puedes”.
A los 31 años, y con varios premios de teatro en la hoja vida, Daniel no se define como un dramaturgo comprometido, en el sentido de lo políticamente correcto. “Yo creo que el teatro a lo máximo que puede aspirar es a plantear preguntas; pero ahí nos quedamos”.
Con una gorra oscura sin visera que equilibra el peso visual de una barba negra y tupida, el director no se hace problemas con confesar las motivaciones que lo mantienen en el arte. Hago teatro para contar historias –afirma–; no tengo nada contra la gente que lo hace para provocar un cambio social, para entrar en el debate de la política, pero yo no.
Recuerda que, en su infancia, en un colegio de niños acomodados, tenía que mentir sobre la posición económica de su familia, sobre sus ‘contactos’ con gente famosa y sobre la pesada ausencia de su padre, para quien siempre inventaba misiones secretas por encargo de gobiernos poderosos. “Mis mentiras siempre han tenido que ver con tratar de parecerme a los demás. Hasta que creces y te das cuenta de que lo que te equipara no es la ropa ni la plata, sino lo que tú eres. Sobre mí, ya no miento hace muchos años… Pero he mentido tanto que la gente ya no me cree que de chico conocí a Lionel Messi”. ¡Sonríe, sí, Daniel sonríe!
Al teatro la gente viene a divertirse, opina el director. Para bien o para mal, después de trabajar doce horas, con deudas en el banco, con la tarjeta vencida, con un jefe que pisotea y con hijos que no hacen caso, el público no quiere ir al teatro para seguir sufriendo. Y, así, Daniel cumple su parte del pacto: “Yo les vendo la obra como diversión, pero una vez adentro, ¡que sufran su poquito!”
–¿De verdad no te interesa provocar un cambio?
–Si yo quisiera cambiar vidas, sería periodista.