Rodeado por los 14,000 ejemplares de su biblioteca personal, subrayados, autografiados, atesorados por largos años y un sinfín de viajes, Pitol se preguntaba de qué alquimia delirante habrían surgido aquellos pequeños que se proponían reconquistar Jerusalén, en qué momento Gregorio Samsa dejó de ser humano en la mente del escritor checo –para tener antenas en lugar de cabellos–, cuándo se detendría el fulgor cruzatiempos del prodigioso objeto imaginado por el ciego de Buenos Aires. Sus dudas fueron respondidas con la materia misma de su curiosidad: literatura.
Praga, mayo de 1983. Sergio Pitol forma parte del cuerpo diplomático de la Embajada de México en Checoslovaquia. Aquí vivirá seis años para descubrir que esta ciudad, como ninguna otra en el mundo, es intensamente inspiradora porque aquí los caminos de la creación artística se entrecruzan como las mismas tramas de las novelas más célebres que han convertido a la añeja capital de las cien torres en un personaje que, a la manera del Rabino Judah Loew en la novela El Golem de Gustav Meyrink, abriga y alienta el genio.
Sea en el hotel donde Richard Wagner compuso Tristán e Isolda, en la posada Los Tres Moros donde Johann Wolfgang von Goethe veraneó durante muchos años, en el pequeño teatro donde Wolfgang Amadeus Mozart estrenó Don Giovanni, en el hotel donde se alojó Franz Liszt, en la sala donde tocó Frederic Chopin, el departamento donde convaleció Johannes Brahms de sus males, y muchas veces Franz Kafka, el mexicano nacido en Puebla el 18 de marzo de 1933 encuentra indicios sólidos para realizar una crónica literaria de la ciudad que se estremece ante los devaneos amorosos de Teresa, Sabina y Tomás en La insoportable levedad del ser de Milán Kundera, o se convierte en un encantamiento con la terquedad temeraria de Jakob Meisl que relata, en De noche, bajo el puente de piedra de Leo Perutz, un amor imposible en la Praga del siglo XVI entre Rodolfo II, rey de Bohemia y emperador del Sacro Imperio, y la bella Esther, esposa del riquísimo judío Mordejai Meisl, gracias a una rosa y un romero que el gran talmudista Loew plantó para que los amantes se encuentren cada noche entre sueños.
Barcelona-Ciudad de México, 1996. El arte de la fuga prueba que la fusión entre la memoria, la crónica y la ficción puede fundar un nuevo género literario. Que se puede hablar de libros que existen y también de otros que podrían existir y de otros que no sabemos si pueden existir o no, como ha considerado Juan Villoro sobre este libro cúspide en la obra del autor de Domar a la divina garza. Pitol, reitera Villoro, ha conseguido con este volumen heterodoxo mezclar los sueños con las acciones y forjar un espejo de su vida misma: el nómada que ha sido durante décadas tiene ante sí el reflejo del nómada que se pasea gozoso entre géneros literarios.
Como el rabino Loew que crea un Golem para proteger a los judíos de Praga con una palabra mágica, Pitol comienza una nueva andanza literaria en la que revelará pasajes dolorosos de su existencia.
Así compartirá: “Los caminos de la creación son imprecisos, están llenos de pliegues, de espejismos, de demoras. Se requiere la paciencia de un ángel, una buena dosis de abandono y, a la vez, una voluntad de acero para no sucumbir a las trampas con que el inconsciente se encarga de obstaculizarle al escritor su camino. La lucha entre Eros y Thanatos está siempre en la raíz de la creación, ya se sabe. Pero el final del combate es siempre imprevisible”.
Se avergonzará en ese libro siamés de El arte... que se llama El viaje con el que se adentra en la Unión Soviética: “Era yo un niño bastante loco, muy solitario, muy caprichoso, me parece. Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo. A veces, más tarde, con unas copas, volvían a surgir, lo que me encolerizaba y deprimía a un grado desproporcionado.”
Iluminará la mirada en ambas obras cuando relate cómo, ya sin sus padres y su hermanita, hallaba la felicidad que no encontraba alrededor suyo en los libros. Los clásicos franceses y rusos lo ayudaron a olvidar tristezas, pérdidas y sobrellevar los sinsabores de aquellos años tiernos y compartir con otros, muchos años después, en Praga, en Beijing, en tantos sitios donde erró, esa fuente de felicidad que hay en esos objetos que él mismo forjaría con su puño y letra, entre lágrimas y carcajadas, hasta terminar convertido en un consumado alquimista de no pocos sortilegios.