Juan Gonzalo Rose nació en Tacna el 10 de enero de 1928. Inició sus estudios en una escuela de su lar natal, en la que su padre era profesor y a la vez director, y los continuó, hasta el tercer año de secundaria, en el colegio nacional Francisco Bolognesi. En 1943, su familia se trasladó a Lima, donde completó la secundaria en los colegios Claretiano de San Miguel y José María Eguren de Barranco.
La nostalgia de la patria, de su familia, lo llevó a sumergirse en la poesía, en la creación. Plasmó en sus versos todo lo que amaba
En 1945, ingresó a la Universidad de San Marcos para seguir Letras. Eran los días en que la ciudad abría paso –después de 25 años de dictaduras– a una campaña electoral sin coacciones. En aquellos comicios fue elegido presidente de la República José Luis Bustamante y Rivero. La universidad se convirtió así en uno de los escenarios principales de la actividad política. En ese trance, el poeta –que a la sazón contaba con 17 años– optó por acercarse al Apra, pero al poco tiempo se distanció para integrarse a la Juventud Comunista, aunque no como militante.
Al mismo tiempo, cristalizaba su otra vocación, el periodismo, en la redacción de La Noche, diario que empezaba a circular a las seis de la tarde. Habría sido por entonces cuando, probablemente, comenzó a borronear su primer poemario: La luz armada.
“En realidad, nunca me atrajo la vida partidaria, que suele ser burocrática”, dijo una vez. Fue más un romántico de la política. Pero así y todo se lo deportó a México (1950), donde compartió el exilio con poetas y políticos como Gustavo Valcárcel y Luis de la Puente Uceda.
En el país azteca vivió intensamente. La nostalgia de la patria, de su familia, lo llevó a sumergirse en la poesía, en la creación. Plasmó en sus versos todo lo que amaba y añoraba. En “Las cartas extraviadas” –donde, dice, quisiera ser el cartero de los tristes– y la “Carta a María Teresa”, conmovedor recuerdo de la hermana ausente que, a miles de kilómetros, cumplía los 15 años, asomaba ya el gran poeta. En México ofreció recitales en sindicatos y encontró el amor de una mujer cuyo nombre es para todos –incluidos los más íntimos– un misterio. Tuvo una hija, Gisela, con la que años después se escribiría alguna vez.
En 1956, la noche negra quedó atrás: Juan Gonzalo pudo volver a la patria. Ya era un poeta acreditado. Dos años más tarde se le concedió el Premio Nacional de Poesía.
Por esos años tuvo una entrevista con Haya de la Torre, quien al parecer admiraba sus poemas. Cuentan que, al presentarse Juan Gonzalo, Haya le preguntó: “Usted fue aprista, ¿no?”; a lo que el poeta, con la fina ironía que lo caracterizaba, contestó: “¿Usted también, no?”. La reacción de Haya no fue nada tolerante. Años después el poeta diría que el fundador del Apra no tenía mucho sentido del humor.
Su creación era cada vez más fecunda. Se acercó al público con su “Canto desde lejos”. El poema “El vaso” entusiasmó especialmente a los nuevos poetas en más de una noche de bohemia: Roto ha de estar, supongo, / el vaso cojo de mi antigua casa, / ¡cómo ha podido contener, él solo, / el agua toda que bebí en mi infancia!
En sus últimos años fue el poeta y el periodista del cachuelo. Ganaba apenas para sobrevivir y se refugiaba cada vez más en la mesa de un bar; taciturno, tomando un corto (pisco con ginger ale), a veces a horas desacostumbradas, y con un inevitable cigarrillo en los labios, tratando de descubrir con su vaga mirada el rostro de un amigo que compartiese en esos momentos su terrible soledad, que se hizo más angustiante al morir su madre.
Sus cansancios y sus desesperanzas se fueron con él un luminoso amanecer de abril de 1983. Pensar que contaba apenas con 55 años.