La tragedia de Uchuraccay permanecerá imborrable en mi memoria pues, al día siguiente de los hechos, en mi condición de redactor de El Comercio, me tocó viajar a Huamanga para a reemplazar a mi colega –hoy desaparecido– Javier Ascue Sarmiento. Por azares del destino, Ascue no se sumó al grupo de reporteros que enrumbaron a las alturas de Uchuraccay. Javier quedó anímicamente impactado por ese aciago suceso y pidió su reemplazo.
Mi familia, por supuesto, me recomendó cuidado y prudencia para resguardar mi integridad física. Es cierto, me iba al foco mismo de la violencia, pero en mí bullía el deseo de estar en el escenario de los hechos y en contacto directo con la noticia.
En Huamanga, junto al reportero gráfico Armando Torres, me alojé en el hostal Santa Rosa, donde también pernoctaban miembros de la Policía que llegaron para apoyar a las fuerzas del orden acantonadas en la región.
Me consta: vi a jóvenes oficiales rogar a sus familiares en Lima –derramando lágrimas al coger el teléfono– que hicieran hasta lo imposible para que los trasladaran a otros sitios menos peligrosos.
Rememoro con nitidez un hecho que bien pudo costarnos la vida a Armando Torres y a mí. Resulta que habíamos viajado a Huanta y, al retorno, nos detuvimos en Quinua para almorzar. Como Torres había nacido en ese poblado, festejamos la circunstancia y nos pasamos de copas. Al anochecer decidimos emprender la retirada hacia Huamanga, pero, por lo avanzado de la hora, ya no encontramos movilidad. Así que nos paramos al borde de la carretera a “tirar dedo”. Al rato apareció una camioneta que nos recogió. A mitad del trayecto, el conductor asistió a otro joven que subió a la tolva del vehículo.
Digan que son comerciantes, no periodistas, nos recomendó el chofer. Después, bajó del vehículo y conferenció con los terroristas.
Unos diez kilómetros antes de llegar a Huamanga, el piloto paró en seco la camioneta: tres personas –una de ellas mujer– enfundadas en ponchos y con los rostros cubiertos, nos detuvieron apuntándonos con fusiles. “Digan que son comerciantes, no periodistas”, nos recomendó el chofer. Después, bajó del vehículo y conferenció con los terroristas. Retornó e hizo bajar al muchacho que había recogido. “Ya expliqué que ustedes son comerciantes y que están mareados”, nos dijo. Más tarde, ya recuperados, cavilamos acerca de la que nos habíamos salvado.
El hecho pudo ser irrelevante de no ser que, a los dos días, en un diario local apareció la foto del joven que el chofer recogió en el trayecto. Había sido ultimado por los terroristas, que le colocaron un cartel en el pecho que decía: “Así mueren los traidores”. Entonces, llegué la conclusión de que nuestro conductor estaba coludido, de alguna manera, con los beligerantes y que el objeto que me incomodaba en el trayecto, cada vez que el vehículo viraba, era la cacha de un revólver.
Otro día nos dirigimos a una comarca cercana a Huamanga que había sido atacada por una columna senderista. El taxista que nos llevó nos recomendó que nos identificáramos como comerciantes. Así lo hicimos cuando los soldados nos pidieron papeles para continuar el viaje. Llegamos a la plaza del pueblo y le sugerí a Armando que ‘disparara’ flashes con su cámara fotográfica para que los pobladores nos identificaran como periodistas y no como senderistas.
Al rato, apareció un hombre con casaca de cuero que dijo ser el maestro del pueblo. “Anoche vinieron los ‘terrucos’ y se llevaron utensilios y comida. No hubo muertos”, comentó. Hizo una seña y empezaron a repicar las campanas de la iglesia. Entonces, salieron los lugareños de sus viviendas, donde estaban escondidos, y recabamos información de primera mano y fotos. A los pocos días hubo otro ataque terrorista a la comisaría de Huanta. Los senderistas fueron rechazados. Entre los cabecillas senderistas abatidos estaba el maestro que nos había atendido en el poblado de días atrás. Resultó ser dirigente de Sendero Luminoso.