Celebración
Hojas de coca para ‘bajar la altura’. Se invita, se comparte, se recibe con unción, juntando siempre las dos manos. Hojas de coca antes de partir, antes de honrar los pasos de ‘todos los finados que lucharon por nuestra comunidad’, cantan ahora las mujeres, la que hila, las que bailan, la que sirve el traguito, aunque no tiene vasos ni cuenco, solo un cachito de verdad. Allí se brinda, allí se toma.
No, los niñitos no toman ni bailan. Ellos lo miran todo desde la puerta de la iglesia. Los que si toman son los devotos y los negritos que danzan en la celebración de enero. Fiesta concurrida, grande, bonita, en honor a los niños que no son Jesús. Tampoco Manuelito. ¿Cómo se llaman, señoras?... ¿cómo?, ¿no entiendo?, ¿Jacobo y Callao qué?.. y ellas se ríen y repiten los nombres despacito, como profesoras de jardín.
Él no es docente. Es comunero y guía turístico. Él nació en Santa Bárbara, en las cercanías de la mina de azogue o mercurio en la que trabajaron, sufrieron, perdieron la vida los abuelos y tatarabuelos del bailarín enmascarado, del arpista, del jinete que lidera a los hombres y mujeres que dirigen sus pasos hacia el tajo abierto abandonado y los socavones tapiados. Sí, Constancio no es maestro, pero enseña a recordar.
¿Entendió?, ¿lo apuntó bien?, preguntan las señoras antes de repetir que el gringuito que se parece a un papa es el Callaocarpino y el morenito con traje de militar es Jacobo Illanes. ‘Bien milagrosos son los dos’, los promocionan y les hacen fama las mujeres que siguen bajo una sombra incierta en Chaccllatacana. “En 1961 los trajeron del tajo abierto, porque en esa época el pueblo y la iglesia estaban por allá”.
Todos están frente al tajo abierto. Más hojas de coca y traguito compartido. Ya nadie baila. Los músicos descansan porque Constancio –grueso, serio, ceremonial– escudriña el pasado. “En la época republicana se extraía el mercurio de esta zona, pero en la Colonia hasta 5,000 indígenas laboraban en los socavones, los cuales tenían nombres de santos”. Eufemismos celestiales en la llamada ‘mina de la muerte’.
Sí, esa María Rosa es la muerte. Ella –con su falda al viento, con su penacho parecido a un plumero y con un ¿cucharón? en la mano– se divierte de lo lindo con el Caporal de los Negritos, ese hombre barbado, ensombrerado y narizón que lleva un fuete. Se rumorea que son pareja y que los demás danzantes son sus hijos. Eso no lo cuentan las señoras. Calladitas están. ¿Será que a los niñitos no les gusta esta historia?
Huancavelica también se puede visitar en el Tren Macho, ese que ‘sale cuando quiere y llega cuando puede’
Rememorar y compartir
A él si le gusta rememorar. “Aquí no solo hay recuerdos tristes. Aquí hay alegría, esperanza y futuro”, reflexiona Constancio. Sus paisanos lo escuchan y se ilusionan, porque la mina de Santa Bárbara, aquella que empezó a explotarse en el siglo XVI, aquella que tenía un templo, una cárcel y hasta un ruedo en su interior, aquella que fue una auténtica joya para la corona española, podría volver a generar riquezas.
Entusiasmo, eso es lo que generan los Negritos en una tarde que no es de enero festivo, aunque lo parezca. Por eso los niñitos están en el atrio y de las ollas inmensas se extraen sendos trozos de alpaca. Carne rica, tibia, con poca grasa, que se acompaña con canchita. Almuerzo solidario y dispendioso entre los comuneros y la delegación de autoridades y periodistas de Huancavelica y Lima.
De todo el mundo. Esa es la idea. Turistas de distintos países conociendo los accesos a los socavones, los hornos coloniales, la iglesia y los vestigios de piedra del pueblo antiguo; también el cable carril instalado por la empresa El Brocal en el siglo XX. Viajeros de distintas geografías explorando la altura, divisando vizcachas y vicuñas, acercándose al apu Huamanrazu. Sueña Constancio. Sueña la comunidad.
Eso sería un milagro... ¿no le parece? dicen las señoras cuando un reportero les cuenta que le gustaría volver para la fiesta de verdad. Finales de diciembre, inicios de enero en Chaccllatacana, una pincelada de urbanidad casi siempre fantasmal en la comunidad campesina de Santa Bárbara, a menos de una hora de Huancavelica, la ciudad a la que es posible arribar en el célebre Tren Macho, ese que ‘sale cuando quiere y llega cuando puede’.
Ya no puede, está cansado. No es fácil caminar a más de 4,000 metros siguiendo a un grupo de entusiastas comuneros liderados por don Máximo y Mercurio. La blanquirroja no deja de flamear, aunque en un primer momento está volteada, de cabeza, como si fuera una metáfora de lo ocurrido en aquellos tiempos remotos de la mina de la muerte, en aquellas décadas cercanas del terrorismo asesino.
Eso no lo vivieron únicamente los antiguos. Es historia reciente. Herida que no cierra. Dolor alojado en los corazones del danzante enmascarado, de la mujer que hila, de las señoras que revelan los nombres de los niñitos milagrosos, y, por qué no, de la alborotada María Rosa, a quien llaman Marica. Y es que aquí, a pesar de los recuerdos tristes, siempre habrá espacio para la esperanza. Salud por eso, Constancio. ●