Aún con el atardecer de Punta Sal en la memoria y luego de revisar el GPS para planificar mis próximas paradas, dormiré en Máncora, ubicada a solo 23 kilómetros (o 20 minutos) al sur. La idea es amanecer en esta playa, cuya fama se extiende fuera del territorio peruano. Luego visitaré Los Órganos, que según me comentan, es como “Máncora, pero de aguas más tranquilas”.
A Máncora siempre me la describieron como una ciudad que nunca duerme. Varios viajeros que han hecho la ruta costera Máncora-Montañita (esta última la ciudad más jaranera de Ecuador) suelen decir que “Máncora es la Montañita peruana, pero más pequeña”.
Mientras recorro esos 20 minutos que me separan de mi destino, la única certeza que tengo es que esta playa es uno de los puntos turísticos más visitados del Perú. Aun así, me dicen que no será difícil conseguir alojamiento. Incluso una pareja de mochileros argentinos me dice que las zonas de camping son la mejor opción para deleitarse de las noches mancoreñas. “Aquí la noche comienza a las 3 de la mañana”, me comenta la recepcionista del hospedaje. Y como esta vez busco la tranquilidad de las estrellas, aprovecho las siguientes horas para complacerme con el sonido de las olas antes que el barullo festivo me despierte en medio de la noche.
Pese a todo, la mañana transforma a Máncora. Casi no existen huellas del delirio nocturno. Lugareños y visitantes caminan y trotan por la arena antes que el sol azote, y ya se ven a algunas parejas paseando a caballo.
Hasta el propio océano se esfuerza por verse más pacífico que su nombre. Me regocijo en esa tranquilidad marina; la contrasto con la versión de un joven bañista que describía –días antes– olas tan grandes que habían generado un tremendo alboroto entre los amantes del surf.Tengo suerte, pienso, ya que, a pesar de los años de natación, he aprendido a respetar –o más bien temer– las mareas.Antes de pasar la tarde en Los Órganos, a solo 15 minutos al sur, Máncora me ofrece uno de los cebiches más deliciosos que he probado. La autora de ese placer culinario es una joven mamá que ha instalado apenas dos mesas en el ingreso de su casa. Sus clientes suelen ser más bien sus vecinos, familiares y algunos turistas suertudos que, como yo, se topan con su sazón cuando van camino a la estación de ómnibus.
Lo primero que me deleita de Los Órganos es la geografía que le sirve de marco paisajístico. Unas montañas de textura sinuosa que durante la tarde adoptan infinitos tonos anaranjados embellecen la franja de arena donde conviven por igual casas de playa, restaurantes, hoteles y botes de pesca.
Me siento tentada a recorrer todo el balneario y así voy encontrando el muelle desde donde se pueden ver las apreciadas tortugas marinas con las que los visitantes pueden bañarse por unos pocos soles. Cuando llego a la zona denominada Punta Veleros me doy cuenta de que belleza es lo que más le sobra a Los Órganos.
Decido dormir aquí y no en el Ñuro –mi siguiente destino–, pues sigo hipnotizada por la naturalidad con que todo parece encajar en esta ciudad.
Bajo la luz de la luna veo a los niños jugar tranquilos en las calles y especialmente en la plaza central, alrededor de la cual se han apostado decenas de negocios capaces de cubrir las necesidades básicas de locales y extranjeros.
Muchos habitantes están sentados en la puerta de sus casas. El calor y la pequeñez de los inmuebles se combinan bien para que la vida en el barrio transcurra entre conversaciones diarias con los vecinos.
Parece como si Los Órganos fuera un buen lugar para echar raíces si lo que se busca es un lugar sosegado, lejos del caótico tráfico, la intolerable bulla citadina y los demás trastornos de las grandes ciudades.
Con estas impresiones es muy difícil abandonar el lugar, su extensa playa diseñada para encantar, no obstante la promesa de nadar con las tortugas gigantes que El Ñuro ofrece. Ya lo decidiré, mientras disfruto una vez más al ritmo de Los Órganos. ●