“La metáfora cristiana del hombre muerto que va a buscar su cadáver se convierte en un viaje al infierno”, dice Julio Ortega (Casma, 1942). Escribió febrilmente Adiós, Ayacucho en un mes, mientras era profesor en la universidad de Austin, Texas. Le había impactado una fotografía que encontró en la revista limeña Quehacer en 1984: eran los restos del dirigente campesino Jesús Oropeza Chonta. “Era como un residuo humano, delgadísimo, como una rama quemada”, recuerda.
“Me impresionó porque era un esquema básico de la violencia, como si fuera una sílaba del lenguaje”. Ortega empezó a escribir sin saber que el resultado sería una novela, menos que se volvería un documento enarbolado en la lucha por los derechos humanos. Solo le motivaba un principio básico: devolverle la palabra a esa persona. “Fue como un acto de reparación porque a este hombre le habían quitado el lenguaje de raíz, al matarlo de esa manera, como quien le quita el alma”.
Mientras escribía sobre la vida del Perú en los años de violencia, aparecía el humor negro, que está inspirado en el mundo absurdo que aborda el inglés Samuel Beckett con sus personajes que lloran para no reír. Aparecían los personajes y la violencia cotidiana del Perú de los 80: los “petisos” (famosos niños abandonados que vivían solos en las calles de Lima y son otro capítulo de esa etapa cruda), los locos de la avenida Abancay.
“La violencia es el mundo al revés. Es una licencia contra la vida. En las leyendas andinas, el mundo al revés es cuando la muerte domina a la vida, es un mundo deshumanizado, todos los demonios andan sueltos, un poco siguiendo la línea etnológica de Arguedas”, dice Ortega, quien se inspiró en el huaino tradicional Adiós pueblo de Ayacucho, para el título y tomó Ayacucho “como una representación metafórica del Perú”. Y Cánepa cruza el Perú “como un Guaman Poma” contemporáneo.
La novela empieza en una quebrada de Quinua, un escenario del Arguedas de los primeros cuentos. Ortega cultivó amistad con el autor de Los ríos profundos desde 1964. “La lógica de su pensamiento, que es trasnatural, donde la vida y la muerte dialogan, fue para mí la inspiración para Adiós, Ayacucho”. Porque Ortega describe un mundo andino que hasta hoy no conoce personalmente sino mediante lecturas de sus amigos antropólogos, como el propio Arguedas, Luis Millones y Fernando Fuenzalida. “Eso fue muy articulador para el relato”.
La oración inicial es un “saludo a la bandera de Rulfo”, dice el autor. Porque en el coloso Pedro Páramo, Rulfo dice: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. El escritor mexicano fue otro gran experto del transmundo. “No por casualidad, Rulfo era admirador de Arguedas.”
El Fondo de Cultura Económica Perú presenta la nueva edición de Adiós, Ayacucho. Además de la novela corta, incluye el guion teatral desarrollado por Miguel Rubio para el grupo Yuyachkani, fotografías de la puesta teatral y ensayos que abordan desde distintas disciplinas la obra. “Lo de los ‘yuyas’ es una gran lectura, una gran representación que ha recorrido el mundo.”
Para Ortega, quien siente que esta cuarta edición es la definitiva, porque ya le puso el punto final a las correcciones y pequeños cambios, su novela “ha tenido una resonancia muy rara”. “Lo extraordinario es que fue instrumento de los derechos humanos y la gente en el campo lo vivía de un modo muy especial y les animaba a protestar, en vez de rumiar la depresión de los perdidos”. Adiós, Ayacucho es un pequeño clásico sobre la violencia.