En realidad, Michael comenzó a escribir el texto en el 2009, en un taller de dramaturgia que condujo en Lima el director argentino Arístides Vargas. Igual que todos los participantes, él tenía que armar una escena a partir de una fotografía. La imagen que le tocó mostraba a dos niños, hombre y mujer, provincianos y desplazados. Esos dos pequeños son ahora Washington e Irene, la primera de las tres parejas protagónicas cuyas historias se entrelazan paulatina e irremediablemente en la trama de Entre colinas y senderos.
La escena gustó y Vargas –creador de la comunidad teatral Malayerba, antiguo autoexiliado de la Argentina de las dictaduras y dramaturgo de convicción humana– convenció a Joan de que apostara por ella. Nueve años más tarde, esa semilla se transformó en una obra que lleva a discusión lo pernicioso de una ideología y una práctica asesinas, las de Sendero Luminoso, y lo brutal del abuso de poder en un gobierno desmesurado. “No soy ‘anti’ nada, pero hay cosas que en el país no pueden repetirse por desconocimiento”, se apura en aclarar Joan.
La ignorancia a la que alude el director es la misma de la repetida anécdota del muchacho que confunde a Guzmán Reynoso con García Márquez, convertida en un meme que divierte e indigna al mismo tiempo en redes sociales. ¿El teatro está hecho para educar?, pregunta Michael. “Sí”, se responde en automático. ¿Para entretener? Sí. ¿Y para cuestionar? Por supuesto.
“Creo en un teatro que se elabora no para educar –en el sentido escolar del término–, sino que adopta la connotación del cuestionamiento, social e individual”, explica, para regresar en su introspección al capítulo en que conoció a Arístides Vargas. Antes de ese encuentro, Joan dice que era un tipo autosuficiente, con bastante capacitación actoral, con técnica teatral y lecturas, pero con escasez de actitud y sensibilidades humanas. Un soberbio, en buena cuenta. “Me faltaba entender que el teatro está hecho por personas y que debería fijarse en el bien común”.
Michael salta con la imaginación a su etapa en Ecuador, con el grupo Malayerba, y recuerda que cuando estaba a punto de estrenar un montaje para el que trabajó por varios meses, su hija Valentina cayó enferma en Lima: tenía que internarse de emergencia. Formado en la lógica de la disciplina del actor, Joan quiso tapar la noticia de su hija con el discurso sobre la obligación con el arte y con el público. Vargas lo vio sollozando.
–Michael, ¿qué haces acá? Te vas a Perú. –Sí, termino mi presentación y me voy en dos días. –¡No, ahorita! –Uno muere en escena, Arístides, uno cumple. –Esa es una gran estupidez, tu hija vale más que el teatro. ¡Aprende, huevón!
Ese sentido vital del arte es el que ahora Joan intenta proyectar desde los diálogos y las escenas de Entre colinas y senderos. Dos niños que han perdido a sus padres, asesinados sin piedad por Sendero, llegan a Lima: Washington para sufrir su nostalgia en una quinta de Barrios Altos e Irene con un plan para vengarse de los ‘camaradas’ que la dejaron huérfana. En un plano paralelo, Ella y Él –un agente sentenciado– luchan con los fantasmas de una operación encubierta para eliminar ‘terrucos’ en la que Él mata a balazos también a un niño. Y en una tercera línea simultánea, un militar del máximo rango disfruta del dinero que le granjeó su cercanía con el poder, lidiando en jocosas situaciones con la banalidad de su esposa.
“Creo en un teatro que se elabora no para educar –en el sentido escolar–, sino que adopta la connotación del cuestiona-miento”.
En la obra, juego un sándwich drama-comedia-drama, acota Michael. “Creo que la comedia es fundamental en el teatro, pero la comedia inteligente”. Cada vez que un director intenta fijar un mensaje potente, el humor es un aliado valioso, asegura. ¿Aun en temas difíciles como este?, le pregunto. “Sí, claro, porque así entra más despacito”.
La receta funciona. La noche del martes de esta semana, la función transcurrió entre carcajadas contenidas y finalizó con varios rostros surcados por las lágrimas en la platea.
El silencio de algunos segundos entre el final de la obra y el inicio de los aplausos era una señal de que varios estábamos consternados. Joan cierra su círculo: “No podemos cambiar el pasado –admite–, pero si no tenemos memoria, tampoco tendremos futuro”.