Lo suyo tiene mucho de estudio, de aplicación de las técnicas, de inmersión en un sentido periodístico. De trabajo disciplinado.
Con un ejemplar de El laberinto de los endriagos entre manos, Yuen se arrellana en el sofá de cuero para una foto. Ha ganado –con esa historia de lavadores de oro, nativos, marginales, místicos, prostitutas y sacerdotes en la borrasca del territorio amazónico– la máxima distinción que otorgaba la Bienal de Novela Copé 2017: el premio Copé de Oro. Y, sin embargo, aún no se siente un escritor en toda regla. Explica que lo suyo tiene mucho de estudio, de aplicación de las técnicas de escritura, de inmersión en un sentido periodístico. De trabajo paciente y disciplinado.
Yuen recuerda que, para terminar su novela, renunció a un trabajo como asesor del Congreso y se marchó a Madre de Dios, todo con tal de sentir en primera persona el olor, el color y las dimensiones de un lavadero en medio de la selva. Tenía en mente la estructura de esa historia, una voz que le susurraba desde los tiempos en que vivía en Arequipa, en los años 80, pero no se animaba a escribirla porque sabía que le faltaba algo: “Para mí, incluso la ficción necesita el ingrediente de la verosimilitud”. Y esa vez se quedó dormido en una sala de embarque, perdió el avión para Puerto Maldonado y allí pudo dejar las cosas, abortar el proyecto con el consuelo de saber que lo había intentado. Pero tenía una deuda moral con los maestros y los amigos que le obsequiaron tiempo cuando coqueteaba, entre vasos de vodka o cerveza, con las primeras pistas de su laberinto.
“Según Jorge Eduardo Benavides, y yo suscribo esa idea, la primera novela es como una tesis: el trabajo que uno presenta para hacerse escritor, un texto donde uno coloca lo básico que servirá después para las siguientes novelas. Hay que ser ambicioso, apostar todo en ese primer esfuerzo; y eso fue lo que hice en el año y medio que me tomó escribir El laberinto de los endriagos”.
Después del Copé de Oro, a la novela de Yuen la comparan con Las tres mitades de Ino Moxo, de César Calvo, por su temática y el abordaje profundo del mundo amazónico. Y en el plano de las formas, la ubican próxima al realismo mágico de García Márquez y de los maestros narradores de lo real maravilloso. Halagado por el paralelo, Hugo Yuen, sin embargo, se mira a sí mismo como un alumno aplicado de las técnicas de la novela total de Vargas Llosa. Y sonríe satisfecho consigo mismo cuando piensa en los guiños poéticos que salpican su historia y que remiten a Vallejo, Chocano, Borges. De pronto, cita un par de versos de El Golem para explicar la modificación sostenida en los nombres de sus personajes: en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.
Esta no es una novela circular –aclara Yuen–, es elíptica. Es una historia de varios siglos que llega a un final y de inmediato comienza a contarse por sí misma. Es una historia que habla de los marginales, de los dominados que resisten, de los informales que esperan en cuclillas en ese territorio culturalmente distante que es la selva, esos seres a los que el mundo urbano costeño mira como a los endriagos de un paraje infernal, porque sencillamente no los conoce o no los comprende.
–Me siento un aprendiz, un amante de la literatura, el amante soterrado que jamás llega a ser poseedor de esa bella mujer, pero que la adora en silencio y a hurtadillas.
–Por lo menos en algún momento, sí–, responde con una carcajada, modesto, pensando seguramente en su reciente Copé de Oro.
Aun frente a la competencia pertinaz de los medios audiovisuales, la literatura debe promover compromiso en un contexto de cultura ligera, opina. El libro tiene que pasar por el lector, y no al revés, debe marcarlo con su impronta, porque si seguimos bajando, dice Hugo Yuen…