El trabajo no te realiza. Me encanta mi ‘chamba’, pero yo no soy mi trabajo. La vida no se reduce a esas ocho horas
“Recuerdo que, hace algún tiempo, cuando conseguí el trabajo al que me estoy dirigiendo a esta inhumana hora del día, me dije que este iba a ser temporal. Hasta que consiga uno mejor […] Pero los planes no siempre se cumplen tal cual los pensamos”.
Casaca rocanrolera, polo de The Exploited y gorra rosada del Sport Boys, Carlín explica la cita: “Intuyo que todos los de la PEA [población económicamente activa] nos sentimos así en algún momento. Se nos ha vendido que el éxito es sacarse el ancho chambeando, tener plata, comprar ropa de marca. Me resisto a pensar eso, creo que debe haber algo más”.
Esa reflexión inicial sobre la rutina adulta –el mismo castigo todos los días– irónicamente le da vida y verosimilitud al protagonista (sin rostro) de Nostalgias africanas y lo emparenta con la masa de burócratas que viaja en el transporte público, un hecho cotidiano que tiende un puente de empatía con el lector, en otros segmentos testigo de cómo este mismo individuo es capaz de sustraer la ropa interior de su cuñada para fantasear con ella, sentado en el wáter. Una de las máximas del sin nombre: “Placer es lo que necesito para despabilarme, no agua”.
En Nostalgias africanas, la prosa de Carlín es ágil y, por ratos, su narración minimalista nos exige la imaginación arbitraria de los escenarios donde se desarrolla la historia: “Miro en dirección al lugar donde se sienta Emma. Vacío. Aún no llega, su horario empieza más tarde. ‘Ventajas de ser mujer’, pienso e, inmediatamente, me siento culpable por siquiera pensarlo”.
En este caso, la omisión de descripciones exhaustivas suma. Asimismo, el autor acierta en seleccionar elementos –excreciones o partes íntimas del cuerpo– que activan las neuronas sensoriales, un recurso que permite experimentar y habitar el texto: “Tanta agua me ha llenado la vejiga. Voy al baño para los empleados. Al abrir su puerta, siento ese aroma, cálido y desagradable, de la mierda ajena. Dentro, no se escucha más ruido que el correr del agua en las cañerías. No hay nadie. Mejor”.
En la ficción, el baño del laburo es un refugio, un segundo hogar: “Es un sitio donde el personaje se explaya, vuela”, acota Carlín. Sí, el sitio donde todos los empleados se quitan un peso de encima.
Si bien la trama es un tanto conocida –y Melville y Kafka lo saben–, algunas líneas del protagonista son dignas de una antología de literatura de oficinistas o de proverbios burócratas, por ejemplo: “Dentro de breve, empezará el frenesí previo a la hora de salida. La angustia por acabar en minutos lo que se debió hacer a lo largo de la jornada. La angustia de la cercanía del fin de un día sin nada memorable, como todos los demás”.
Esa vacuidad monótona solo se rompe mediante el affaire con una compañera de trabajo –Emma– o cuando es hora de dormir. Así, en paralelo a las peripecias de la vigilia, se narra el sueño secuencial que inquieta al protagonista, la aventura de un antepasado africano a punto de ser enviado como prisionero al Nuevo Mundo, un tipo que lucha por su libertad: “Encadenados y desaparecidos por siempre. No quiero ese destino. No, por eso corro. Por eso no pienso, no quiero pensar, no me detengo. Y aunque mis piernas flaquean, creo que podré salvarme”.
“Normalmente la literatura nos da al afrodescendiente con otro tipo de puesto, yo quise escribir sobre un afrodescendiente oficinista”, declara Carlín.
La comparación entre las dos voces narrativas da la sustancia para cuestionar el presente: ¿Somos prisioneros?, ¿de qué, de quiénes?
Otro punto alto: la fantasía onírica del protagonista no es consecuencia de fármacos ni de un accidente –como en Pubis angelical o La noche boca arriba, de Puig y Cortázar, respectivamente–, sino que se debe al tedio de horas y horas haciendo lo mismo: datos y más datos. La rutina como enfermedad.
“El trabajo no te realiza. Me encanta mi ‘chamba’, pero yo no soy mi trabajo. La vida no se reduce a esas ocho horas, que son doce en la vida real”, apunta Carlín.
Nostalgias africanas va por ese lado, plantea el conflicto y sugiere que la esclavitud continúa hoy, solo que disfrazada. Es saludable toparnos con escritores así, que incomoden con sus preguntas: ¿Es así como queremos vivir? ¿Tenemos otra opción?
Carlín es de los nuestros.