–Hay varias vertientes. Una es la herencia familiar, por mi abuelo, que fue director de teatro y escritor, y por mi madre, que fue actriz aficionada. Por el trabajo de mi padre, la familia viajaba por el interior del país, lo que produjo enriquecedoras estadías en la selva y los Andes. Otra es que he sido parte de una generación que tenía una mirada crítica del país y que en el movimiento teatral latinoamericano ya había un recorrido: en Colombia estaba el teatro de Enrique Buenaventura, el de La Candelaria; y en el Perú, grupos como Yuyachkani y Cuatrotablas hacían parte de un tejido mayor. Creo que esto pasó también con otros directores y actores de mi generación y optamos por espacios autónomos. Después supimos que esa opción era la gestación de una nueva tradición de teatro de grupo, laboratorios y teatros alternativos que, al comienzo, fueron espacios de rebeldía y experimentación.
–Ana Fossa, Eduardo León, que ahora se dedica a la pedagogía; Hugo Salazar, que ahora trabaja en el Cusco, y otros compañeros y compañeras que no pudieron continuar. Nuestro primer espectáculo tuvo una gran recepción. Se llamó El Cuento del Botón o Historia de Dos Botelleros, texto que escribí inspirado en la canción de Bertolt Brecht La Balada del Botón y en una investigación que hicimos sobre campesinos migrantes que llegaban a Lima. Era 1983. Ese espectáculo fue invitado a festivales internacionales y así comenzamos a viajar.
El actor piensa a través de su cuerpo y de su acción. El cuerpo mismo se convierte en un medio de pensamiento, imaginación, conexión
–Años después, mucha gente nos pedía talleres, porque nuestra forma de trabajar no era usual en el medio, no solo por el rigor físico, sino también por el trabajo plástico y con el texto, la música y la dramaturgia, que nosotros mismos construíamos. Así nació el proyecto pedagógico Lunanueva, que es el intento de validar nuestra sistematización como algo que tiene ya un recorrido y ciertas herramientas y, a la vez, como un espacio de mayor aprendizaje e intercambio.
–Claro. Como nosotros construimos el lenguaje escénico basados no solo en el código de la palabra como gestor de sentido, tenemos que elaborar con el cuerpo una gramática que permita trabajar de manera estructurada. Entonces, el actor piensa a través de su cuerpo y de su acción. El cuerpo mismo se convierte en un medio de pensamiento, imaginación, conexión con la memoria y tiene su propia inteligencia e impulso poético. Con esa misma capacidad que tiene la palabra de ser reprocesada y con el trabajo físico, se crea una unidad.
–En esa unidad, el artista no siempre es un intérprete de algo que otro ha escrito, sino también es un gestor y creador de sentido, y también realiza un acto donde él no siempre representa a otro, sino que es él mismo, que acciona con un rigor estético-técnico. Y su hacer se convierte ya en un elemento para la lectura del espectáculo. Esa es la artesanía del teatro.
–El espectador tiene su papel especial: es un codramaturgo. Nos parece interesante que el teatro incluya al espectador no como una ‘masa’ o ‘público en general’, sino a cada quien con su riqueza personal, memoria e identidad. Hay una relación simbiótica entre el espectador y el tema. Cuando tenemos relación con el público, en conversatorios, el público no hace sino confirmar la intensidad de ese vínculo. Si él no está dispuesto a jugar, entonces puede sentirse desconcertado con la historia, no hallarle el comienzo o el fin. Pero esa tensión, lejos de ser un problema, es una evidencia de que la cultura está viva y que no puedes satisfacer a todos.