Prueba de esto son las interminables modificaciones del Código Penal, aumentando las penas para determinados delitos, pensando, tal vez, que así se podría reducir la criminalidad o que habría menos absoluciones para los procesados. Empero, se pasó por alto que un efecto colateral consistiría en la aparición de un sesgo presente en los jueces penales para elevar la exigencia de probanza de los hechos, en tanto mayores sean las penas.
Se ha consagrado, por ejemplo, el delito de feminicidio, en que se debe probar que el sujeto incurrió en la conducta típica contra la víctima “por el hecho de ser mujer”. ¿Cómo es que un juez respetuoso de la ley puede dar por probada esta intención, que bien podría ser encontrada en lo más recóndito de la psiquis? Porque, nótese bien: si es que este elemento no está probado, entonces no podría condenarse por delito de feminicidio. Se trataría, más bien, de homicidio o asesinato. El problema es que si el juez, al momento de sentenciar, llega a esta conclusión, no queda más que absolver.
Otro caso paradigmático es el acceso a la justicia para las personas vulnerables o con recursos escasos. Dado que la enseñanza del Derecho en el ámbito universitario, en general, es deficiente, y el staff de abogados de oficio al que se podría acudir dista de ser competente, el legislador decide imponer a los jueces el deber de “ayudar” a una de las partes.
Esto ocurre en el ámbito laboral y de familia, en que suelen presentarse demandas muy deficientes, sin medios probatorios que acrediten los hechos. Es decir, no se arma un buen caso. El juez, consciente de la problemática, queda en la duda sobre si rechazar la demanda o “compadecerse” por el justiciable. En una palabra: la ley acorrala al juez para que haga lo que el abogado debió haber hecho.
Y ni qué decir, por ejemplo, de las leyes procesales que fijan plazos para la realización de determinados actos por parte de los jueces. Esto es lo que ha ocurrido con la Ley N° 30364 (la ley de violencia contra la mujer). Según dicha norma, una vez recibida la denuncia, el juez debe convocar a una audiencia dentro de las siguientes 24 horas para decidir si cabe una medida de protección. ¿Cuál es el problema con ello? Pues que hay juzgados tan congestionados con audiencias que sencillamente es imposible cumplir con el plazo previsto.
No cabe duda de que, en todos los casos mencionados, se trata de buenas intenciones. Pero, infelizmente, el infierno está lleno de ellas.
Lo que todos estos problemas tienen en común es que no hay ningún tipo de preocupación por saber cuál es la verdadera realidad de nuestro sistema de justicia o por qué es que los operadores se comportan de una u otra manera. Inclusive, parece ignorarse las características propias de nuestra cultura jurídica. Se legisla, así, para satisfacer a la población con una alarmante dosis de demagogia y populismo –y en eso nuestro Congreso de los últimos lustros es experto– y no se toma en cuenta la eficacia, eficiencia y efectividad de las propuestas de ley.
Entonces, antes de seguir produciendo nuevas normas y modificando otras (más allá de ajustes puntuales, pero siempre insuficientes), se requiere, primero, voluntad política para emprender una reforma en serio. A partir de las recientes declaraciones del presidente Vizcarra, a diferencia de todos sus antecesores, esta vez parece haberla. Si es así, entonces las propuestas estructurales de reforma constitucional y legislativa bien deberían esperar la elaboración de una política pública seria y rigurosa, sustentada en investigación y trabajo empírico que arroje un plan de acción concreto.
¿Estarán nuestras autoridades a la altura de semejante desafío a muy largo plazo? O, mejor aún: ¿estamos nosotros comprometidos con tal reforma? Lo cierto es que aquí los abogados poco tenemos que decir y muchísimo por aprender de los investigadores. ◗