Peor todavía, en un relativamente reciente estudio de Datum (2), en el que lo que se mide es el grado de deshonestidad que los encuestados atribuyen a las diferentes profesiones, de lejos, la percibida como la más deshonesta es la de los abogados. La brecha entre los profesionales de derecho (62.4%) y la segunda ocupación apreciada también como deshonesta, los administradores (6.3%), es enorme, y da cuenta de una crisis que no puede ser desvinculada de la que atraviesa el sistema judicial, cuyo punto más álgido ha sido, sin duda, el escándalo desatado por la difusión de audios desde julio último, y cuyos alcances son todavía impredecibles.
Esta realidad nos coloca, por cierto, en la necesidad de emprender profundas reformas en todo lo relacionado con la cuestión jurisdiccional, pero la dimensión del problema obliga a una mirada integral, lo que supone atender la crisis de valores que subyace a la enorme corrupción que, como ha quedado demostrado, ha corroído hasta límites inimaginables la ya débil institucionalidad en este ámbito.
En esa perspectiva, es indispensable examinar la situación de los centros de formación de donde provenimos abogados y jueces, es decir, las universidades que cuentan con la especialidad de Derecho en su oferta educativa y que, año a año, colocan en el mercado a miles de nuevos profesionales del Derecho con una calificación ciertamente heterogénea, pero, en promedio, ciertamente deficiente. En ese sentido, al margen de las medidas que deban adoptarse para evitar que continúen proliferando facultades que no reúnen los mínimos requisitos para ofrecer una educación de calidad, no podemos soslayar la escasa importancia que se ha venido otorgando a la formación ética en la generalidad de los casos.
Por otro lado, no obstante que la colegiatura obligatoria tiene como uno de sus fundamentos centrales velar por el correcto ejercicio de la profesión, los colegios de abogados no parecen haber calibrado suficientemente el rol que les corresponde en este campo, tanto para promover valores éticos como para sancionar oportuna y eficazmente a quienes transgreden las reglas o códigos de ética vigentes.
Por esa razón, la Comisión Consultiva para la Reforma del Sistema de Justicia, creada por el Presidente de la República en julio pasado, consideró crucial comprender dentro del paquete de medidas a proponer para llevar adelante esa reforma un proyecto de ley para incentivar la probidad en el ejercicio de la abogacía. Esta iniciativa ha sido puesta a consideración del Congreso y se espera su pronta aprobación.
Se trata, en términos sustantivos, de optar por una aproximación social al ejercicio de la abogacía, reconociendo como su fin último la defensa de los derechos de las personas y la consolidación del Estado de derecho. A partir de ello, se establecen claramente reglas a observar por los centros de formación de los profesionales del derecho, a fin de garantizar que dicha formación adopte como eje central una perspectiva ética, incorporando sus contenidos de manera gravitante y transversal a lo largo de toda la carrera de Derecho.
El proyecto demanda incluir en los planes o programas de estudio de esta especialidad del pre- y posgrado tales contenidos, así como adoptar medidas para su implementación y dar debido seguimiento a este propósito, asegurando una capacitación permanente de alumnos y docentes en esta materia. Desde luego, la misma exigencia se plantea en relación con otros centros de formación, como la Academia de la Magistratura.
Por otro lado, se exige a los colegios de abogados una más eficiente labor de promoción de la ética profesional y adoptar los mecanismos e instrumentos necesarios para actuar oportuna y decididamente en los procesos disciplinarios, sancionando ejemplarmente la mala práctica entre los hombres y mujeres que ejercen la profesión, tanto en el ámbito público como en el privado.
En definitiva, ética y valores deben inspirar la transformación del sistema judicial en nuestro país, y en ese esfuerzo es fundamental comprometer a las nuevas generaciones de abogados. ◗