Con la desaparición del escritor peruano Luis Loayza hemos perdido a uno de los prosistas más brillantes que tuvimos con la llamada Generación del 50, la cual nos ha dejado la prueba más notable de la mejor literatura escrita en el Perú.
escribe: eloy jáuregui
Luis Loayza es autor de una sola escritura, aquella que rompe el método y el sistema, que, gracias a su gramática rigurosa, ahorra texto y alienta genialidad expresiva. De eso se trata, de escribir para el goce. Y él, que venía de la literatura, tuvo el privilegio de terminar en una suerte de prosa tan personal e intensamente fría que no se parecía a nadie. Los textos suyos son una provocación, un latigazo escribal que cuenta y recuenta lo hecho por los seres que adquieren categoría de privilegio en un canon reservado, pero universal. Entonces cuando nos preguntamos por qué no era popular hay que aceptar que fue por su decisión. Y así tengo que aceptar esta categoría escrita por Edwin Cavello: “En el Perú hay que morirse para ser leído”.
Quiero citar a su amigo de la juventud, Mario Vargas Llosa, quien escribió: “Loayza es uno de los grandes prosistas de nuestra lengua y estoy seguro de que tarde o temprano será reconocido como tal. Ya lo era cuando lo conocí, en la Lima de los años cincuenta. Lector voraz, desdeñoso de la feria y la pompa literaria, ha escrito solo por placer, sin importarle si será leído, pero, acaso por eso mismo, todo lo que ha escrito exhala un vaho de verdad y de autenticidad que engancha al lector desde las primeras frases y lo seduce y tiene magnetizado hasta el final”.
BREVE Y ROTUNDO
Habitante europeo por su autoexilio tan personal, acaso como el de Jorge Eduardo Eielson, no regresaba al Perú y solo nos quedaba volverlo a leer (¿a releer?) en su breve, pero rotunda obra. Loayza había publicado apenas dos libros de cuentos, una novela y dos volúmenes de ensayos. Debo confesar que en ellos siempre encuentro, como una sinfonía magistral y vuelta a escuchar al infinito, una prosa pulcra, exquisita y exacta.
Loayza trenza las palabras. En ese huso lo atrapo desde 1955, cuando publicó El avaro, su primer libro de relatos. Ahí dice, refiriéndose a un imaginario maestro: “Yo anotaba cada una de sus palabras con espesa tinta negra sobre grandes papeles que al final del año cosía”. ¿Cosía? Cierto, leer a Loayza es destejer y tejer de un lienzo escribal los términos en su mejor término. Un gozo de lectura, un deleite de lección.
Al referirse a sus cuentos de Otras tardes, Manuel Hidalgo dice que es la escritura de Lima y sus calles, y sus casas, y las estancias y jardines de esas casas, y las familias generalmente burguesas e ilustradas que las habitan, y todos los aromas, colores y sensaciones que ese mundo congrega. “O congregó, porque en las historias de Loayza juega el tiempo ido y perdido; lo que fue, dejó de ser o nunca llegó a ser; los misterios; las siluetas nítidas, las borrosas y las desvanecidas; los cambios queridos y los cambios inevitables o indeseados.
Allí figuran las frustraciones más que los logros, las pérdidas más que las conquistas y los deseos amorosos y sexuales germinales más que su culminación satisfactoria. Y los libros, y la música, y Europa. Las huidas y los refugios. Y la enfermedad y la muerte. Y la conciencia de la desigualdad y de la indignidad política”.
ESCRITOR TALENTOSO
Sus textos tienen tersura y textura. Imaginan un pasado extraño e inmemorial para contarnos de lo más íntimo y apropiado. Aquello que uno percibe de la soledad y el desencanto. No obstante, el acto encantado es ese vivir en el universo de las palabras y la comunicación cómplice de la memoria. Es decir, la recordación de aquello que uno evoca y que no tiene nada que ver con la realidad, sino solo con el acto de la reminiscencia. Loayza evita el tiempo, no es pasado ni futuro, su escritura ocurre en el tempo de la lectura, solo eso y nada más.
En su escritura de los ensayos, Loayza hace gala del texto estético. Por ejemplo, leo sobre Valdelomar. “Protagonistas de la belle époque en el Perú. Está bien llamar a esos años con el término un poco absurdo y burlón de belle époque, como la ha hecho Luis Alberto Sánchez en su excelente biografía de Valdelomar, porque en ellos hay mucho de afrancesamiento, de fervorosa imitación de modelos europeos en medio de una prosperidad sin duda ficticia (el fenómeno es menos peruano que limeño, y aún de cierta clase social), aunque también es innegable que fueron años de felicidad fina y burguesa.
La tensión política no era lo que sería treinta o cuarenta años después: es la época de Billinghurst y Benavides, de la estrella ascendente de Leguía, pero sobre todo de una Lima anterior al crecimiento desordenado y al automóvil, la Lima de Valdelomar y el Palais, de la revista Variedades, de Tórtola Valencia, de Joselito y Belmonte, de jóvenes de sarita y muchachas pálidas de ojos grandes y quietos que nos miran desde viejas fotografías”.
Ha muerto en París un gran escritor peruano. Hay que leerlo para conocer ese espacio que forjaron los talentos que ya no se repiten, pero que existen para derrocar la mediocridad de estos tiempos.
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